lunes, 27 de septiembre de 2010

Huelga y lucha de clases

"el salario constituye la forma más radical de privatización pues no es otra cosa que el precio de mercado de la mercancía capitalista por excelencia, la fuerza de trabajo."
Huelga decirlo, la huelga es necesaria. Necesaria como medida evidente y elemental de resistencia ante una ofensiva feroz y sin final previsible. Necesaria también desde otro punto de vista: las organizaciones sindicales que representan o dicen representar lo que queda del trabajo de contractualidad indefinida llaman a un movimiento testimonial cuya derrota ellos mismos predicen e incluso auspician. Esta limitadísima representación no puede corresponder a la actual composición social del trabajador colectivo: la mayoría de los trabajadores y de las personas que contribuyen a la reproducción de esta sociedad sin llamarse trabajadores (jubilados, amas de casa, niños, parados, marginados, errantes etc.) necesitan ir más allá de lo representable por los sindicatos, partidos y demás aparatos de Estado y seguir dando valor no a su trabajo, sino a sus propias vidas. La huelga debe para ello afirmar la fuerza social de quienes producen y constituyen en sus propios cuerpos y vidas los comunes productivos mediante su inteligencia, su imaginación y sus afectos, sin los cuales ninguna producción sería posible. Y es que sin algo tan común, en todos los sentidos del término como el lenguaje y el afecto, como el amor de lo colectivo y de lo compartido, sin la comunicación e incluso el malentendido, ninguna sociedad sería posible. Ni el lenguaje ni el afecto pertenecen ni pueden pertenecer a ningún patrón. La huelga debe proyectarse más allá del trabajo y del salario como afirmación soberana de lo común y de sus productores. Ante el fracaso ridículo del capitalismo y de sus comparsas laboristas que sólo reconocen como productivo de valor al trabajo asalariado, se trata de afirmar no ya que otro mundo es posible, sino que el del capitalismo está dejando de ser real, se convierte como el extinto socialismo real en fantasma de sí mismo.

La crisis somos todos: la crisis no es una crisis que los capitalistas nos impongan, sino algo que el trabajo vivo asalariado y no asalariado, en cualquier caso ya no definible por el salario, ha impuesto al propio capital. Por eso no tiene sentido hablar de que "ellos nos imponen su crisis". El principal motivo de la crisis es el endeudamiento público y privado generalizado con el que el trabajador colectivo ha respondido a la ofensiva neoliberal en su propio terreno. Frente al eclipse del Estado del bienestar programado por los neoliberales, ha impuesto el endeudamiento público como manifestación por excelencia de lo común. La crisis es el resultado de la incompresibilidad del deseo de quienes producen lo común, de los únicos que hacen el mundo y que no son desde luego los capitalistas. Deuda pública y privada no son más que un modo de (re)apropiación de la riqueza común por parte de las mayorías. Por mucho que haya puritanos en la izquierda que critiquen esta actitud como consumista.

Hoy lo más utópico e inviable son las consignas reformistas: pleno empleo, mantenimiento de los servicios públicos estatales etc. Son simplemente irrealizables en el marco actual, el de un capitalismo que nunca más volverá atrás, al modelo fordista y keynesiano o a sus caricaturas socialistas. Y no lo hará, porque el proletariado realmente existente ha impuesto el abandono del fordismo que sólo sigue siendo una utopía para cierta izquierda poco al tanto de la "situación concreta". Lo realista hoy es exigir la apropiación colectiva de la riqueza mediante formas de renta enteramente disociadas del trabajo. Hacer lo que ya hacen los capitalistas financieros, pero de forma generalizada, convirtiendo el acceso a la riqueza común en el derecho básico de una nueva ciudadanía. Lo realista hoy es reivindicar el comunismo como democracia basada no en la propiedad privada o pública, sino en el libre y general acceso a los comunes.

La huelga fracasará si sigue limitándose a la franja asalariada con contrato indefinido (mal) representada por los sindicatos y por la izquierda tradicional. Debe adquirir la dimensión de la producción efectiva actual y hacerse metropolitana: no paralizar los centros de producción y administración, sino el propio tejido urbano, desde los poros mismos del tejido de (in)comunicación y afectosque hace y reproduce en cada momento la sociedad como tal. Parar es hacer cosas tan absurdas como hablar con cualquier desconocido de lo que nos ocurre individualmente y de lo que nos ocurre a todos, afirmar por doquier el desprecio hacia quienes pretenden mandarnos y representarnos. Participar en las manifestaciones y huelgas, pero no de cualquier manera, rechazando no esta economía, sino la lógica de la economía en general. Se trata de salir de la trampa de los supuestos "intereses de clase" que los sindicatos y partidos de izquierda dicen representar e incluso "conocer". El único interés "de clase" del proletariado es dejar de serlo: por ello mismo, quienes pretenden representarlo y reforzar su "identidad de clase" sólo consiguen ser fieles agentes de la "economía", esto es de la reproducción del capital.

El griego moderno tiene una misma palabra para "orden" y para "clase": "taxi". Es la raíz de la palabra taxinomia, utilizada en biología para referirse a la clasificación de las especies animales. En el término "clase", como en todo lo que tiene que ver con el poder biopolítico de la economía anida la animalización de nuestra especie por medio de su despolitización. La gran paradoja del marxismo es que la lucha de clases proletaria, incluso la dictadura del proletariado, no tienen por finalidad representar los intereses del proletariado, sino abolir al proletariado como tal, suprimir la definición de los explotados como clase que es inseparable de la propia explotación.

La lucha de clases no es una relación entre dos términos, dos clases, sino más bien la imposibilidad de constituir un todo social pacificado cuando la sociedad se basa en la explotación, la necesaria y permanente división del todo social, la imposibilidad de una relación constitutiva. No hay complementariedad posible entre las clases: una tiene una existencia plena y se organiza en Estado, en poder dictatorial que reproduce la explotación y expropia los comunes mediante la propiedad pública o la privada; la otra tiene una existencia evanescente que coincide sólo con su resistencia. El proletariado no reivindica ninguna propiedad, sea esta pública (estatal) o privada, sino el acceso a la riqueza productiva común. No hay así encuentro posible entre el proletariado y la burguesía, no es posible ninguna coincidencia. Entre estas clases que no son dos, pero que no pueden ser un Estado, pasa lo mismo que según Epicuro nos ocurre con la muerte: cuando ella está, nosotros no estamos, cuando nosotros estamos, ella no está. Como recordaba Louis Althusser en su Respuesta a John Lewis: "hay que superar la imagen del campo de rugby, por lo tanto, de dos grupos de clases que llegan a las manos, para considerar lo que hace de ellas clases y clases antagonistas: a saber la lucha de clases. Primacía absoluta de la lucha de clases (Marx, Lenin). No olvidar nunca la lucha de clases (Mao)." No hay copresencia de las clases, no hay relación entre ellas. La lucha de clases, al igual que la relación sexual según Lacan, es una no-relación. Por mucho que se empeñen en convencernos de lo contrario los distintos aparatos del Estado capitalista, no hay ni puede haber relación social entre las clases.

jueves, 3 de junio de 2010

Una flotilla contra el racismo

Que Israel es un Estado racista es algo que no debiera suscitar ninguna duda a poco que se atienda a lo que racismo significa. Suele sostenerse, en efecto, en coincidencia con los propios racistas, que el racismo consiste en considerar que existen razas humanas superiores y otras inferiores. Se afirma incluso, con algo más de acierto, que racismo es afirmar la existencia de razas. Frente al primer tipo de racismo, la conciencia humanitaria democrática más ingenua se rebela afirmando que todas las razas son iguales. Frente al segundo, una forma de conciencia democrática con cierto baño de ciencia sostiene que las razas no existen. El problema de estas respuestas es que eluden el núcleo mismo del racismo: la primera, porque acepta la problemática manifiesta del racismo y su discurso entre biológico y cultural sobre las razas, la segunda, porque, aún teniendo científicamente razón en la negación de la existencia de las razas humanas, no es capaz de dar cuenta del fundamento en que se basa la práctica efectiva de los racistas. Y es que el terreno mismo de la raza como espacio discursivo es una mera forma sintomática del racismo que por sí misma no nos permite acceder a lo que éste es en tanto que práctica real. Esto no significa que el racismo biológico no tenga importancia, particularmente en el racismo colonial israelí, pues una experta percepción biológica de los rasgos físicos de los individuos es lo que ha permitido, por tomar un ejemplo reciente y sangriento, a la armada israelí disparar sólo a los pasajeros y tripulantes más "morenos" del Mavi Marmara evitando matar europeos. Como sabemos, sin embargo, el ejército israelí no ha dudado tampoco en asesinar a personas de origen europeo e incluso a judíos cuando estos se interpusieron entre sus armas y excavadoras y la población palestina. La práctica israelí del racismo no se limita al racismo "biológico".

El Estado israelí es racista, no -o no sólo- porque haya decretado la inferioridad racial y cultural de la población palestina, sino porque mucho antes había decretado que esta no existe. Los fundadores del sionismo habían definido a Palestina como "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra"; como el vacío geográfico y demográfico en que podría realizarse una utopía. En este contexto Theodor Herzl publicará su relato Altneuland, en que describe, ignorando prácticamente toda vida árabe en Palestina el viejo nuevo mundo de un Israel redivivo tras su desaparición en la Antigüedad. Como siempre ocurre con las utopías, la de Herzl necesitaba una tierra virgen o, mejor aún un lugar que no es un lugar, un lugar que no existe realmente pues reponde a imperativos contradictorios: que sea Palestina, pero no la Palestina real poblada mayoritariamente por árabes. La tierra que buscaba Herzl no existía en el mundo real y mucho menos podía corresponder a la Palestina histórica donde desde siglos se había venido desarrollando uno de los polos más importantes de la civilización árabe. Palestina era una tierra cuyos campos y ciudades distaban de estar despoblados. Los sionistas decidieron con todo ignorar la realidad; primero con el apoyo del Barón Rotschild quien financió importantes implantaciones judías en Palestina y posteriormente mediante la imprescindible ayuda de la potencia tutelar británica que reconoció el derecho de los judíos a tener un "hogar nacional" en Palestina mediante la declaración Balfour. Todo ello burlando el derecho internacional en nombre del carácter "semicivilizado" del pueblo árabe. La deportación masiva de judíos alemanes a Palestina negociada por los sionistas con el mismísimo Eichmann fue otra etapa importante e ignorada de la ocupación de Palestina. La proclamación unilateral del Estado de Israel y de su independencia en 1948 unida a la expulsión de centenares de miles de palestinos árabes marcó, sin embargo, un salto cualitativo: desde entonces el Estado de Israel, Estado sin constitución y sin fronteras definidas no ha hecho más que realizar su promesa fundacional, hacer verdad la mentira en que se basa. Desde 1948 la colonización de tierras palestinas ha proseguido sin interrupción hasta hoy a través de las guerras y del cínico e infinito "proceso de paz". El resultado es la transformación de la tierra árabe palestina en un archipiélago de "bantustanes" perfectamente comparable a la Sudáfrica del apartheid. La gran diferencia con la Sudáfrica del apartheid es, sin embargo, que a Israel no le basta con explotar a los palestinos: su objetivo es que la existencia de estos se identifique progresivamente con el vacío auspiciado por los primeros sionistas.

Para ello, el método privilegiado por Hitler para convertir a Polonia en "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra" (en este caso el alemán) no se lo pueden permitir quienes dicen representar a las víctimas del Holocausto. Es necesario por consiguiente, sin llegar a la solución final hitleriana, recurrir a dos de los recursos que el nacionalsocialismo había utilizado con éxito: el gueto y el campo de concentración. Estas instituciones de encierro y de degradación cumplen en la práctica sionista, como en la práctica general del racismo, un papel fundamental: el de servir de matriz a la producción de la "raza" como "raza inferior" y degenerada. Nada mejor que concentrar en un recinto cerrado a un grupo de personas en situación de extrema indefensión y miseria para que aparezcan como una raza inferior, sucia, inculta, enferma, fanática. No de otro modo veían los nazis del Gobierno General de Polonia a los judíos del gueto de Varsovia. "Sólo es una rata" dijo Frank, el proconsul nazi de Polonia, a Curzio Malaparte cuando este vio cómo disparaban los soldados de su escolta a un niño judío miserable que había salido del gueto por una agujero abierto debajo del muro. Otros vieron cómo en Hebrón balas del ejército israelí abatían a tiros a un niño palestino por el espantoso crimen de llevar a casa un melón comprado en una tienda. Probablemente pasara por la cabeza del valiente soldado israelí la misma reflexión de Frank en Varsovia. Mediante estos dispositivos de encierro el racismo biológico verifica sus propios diagnósticos y hace del pueblo declarado inferior una forma de vida débil y enferma que constituye un peligro de infección y de contagio para la vida sana del pueblo elegido.

Como sostiene Foucault, no son las profecías autorrealizadas del racismo científico ni los dispositivos puestos a su servicio lo esencial en el racismo. El racismo es un acto brutal de soberanía, un acto de soberanía en un contexto de poder biopolítico donde parece que la soberanía ha desaparecido en favor del fomento de la vida y de la riqueza y el poder se nos muestra como mero gestor del derecho a la vida. Racismo es el regreso del poder soberano como derecho a matar en el contexto de la legitimación biopolítica del poder. El soberano mata así en nombre de la vida, de la protección de la vida. La brutalidad racista del Estado de Israel se basa en la afirmación unilateral de que todo debe ser posible para proteger a los descendientes de las víctimas del Holocausto. El discurso racista no es así fundamentalmente un discurso de la raza, sino de la vida y de su protección. La vida de unos se convierte en valor absoluto y único y permite deshacerse de cualquier escrúpulo a la hora de liquidar la de otros. El poder soberano carece así de límites y puede matar sin tasa sin necesidad de declarar la guerra ni de respetar sus leyes. Basta declarar que la población palestina, por el hecho de permanecer en ese país que debía estar vacío es una amenaza para la existencia de los judíos en Palestina, que los palestinos son intrínsecamente fanáticos, terroristas incapaces de negociar lo único que realmente les propone Israel y que la "comunidad internacional" está dispuesta a aceptar: su desaparición. Por extensión, terroristas somos también todos los que nos negamos a que el horror del gueto de Varsovia se reproduzca día tras día en suelo palestino. Terroristas son asimismo los nobles y valientes tripulantes y pasajeros de la bien llamada "flotilla de la libertad". Están previstas nuevas oleadas de barcos de la libertad hacia Gaza, barcos que vienen de Occidente, pero que por una vez no son los de los cruzados y otros ocupantes, sino los de personas que aceptan el enorme riesgo y el insigne honor de convertirse en "terroristas" para los israelíes, y en "shuhadá'" (mártires) para los palestinos. Sólo mediante este tipo de acciones y de campañas, que apoyan la resistencia de los palestinos y reafirman la vida árabe en Palestina, su fuerza y su legitimidad podremos acabar con la pesadilla que representa el ensueño de Herzl y devolver Altneuland a la literatura fantástica.


miércoles, 12 de mayo de 2010

El mercado o la "República de los demonios" (Algunas reflexiones sobre la crisis actual a partir de una hipótesis de Kant)




Quaerebam unde malum et non erat exitus ("Buscaba el origen del mal y no encontraba solución") San Agustín, Confessiones, 7,7.11)

El problema de la relación entre política y moral se plantea de dos maneras en el pensamiento de Kant. Antes de la revolución francesa, en la Idea de una historia universal desde una perspectiva cosmopolita (1785) la solución del problema político, esto es la búsqueda de un ordenamiento político acorde con la dignidad humana y la libertad individual, se cifraba en alcanzar una sociedad regida por el derecho en la que se respetasen los derechos de los individuos y estos pudieran ser los legisladores de las normas que se les aplican. Para obtener este resultado era necesario, según Kant, que las semillas de moralidad que la naturaleza ha puesto en el hombre se desarrollasen progresivamente. Ahora bien, este desarrollo, en un ser hecho de una "madera curva" como es el hombre, no puede ser directo ni rápido. Las pasiones humanas, la violencia, la competitividad, la propia guerra, serán los impulsores de este progreso, pues gracias a ellos el ser humano comprenderá la necesidad de alcanzar mediante el contrato social el estado jurídico como mejor modo para preservar la libertad de cada uno. Así, el avance hacia la libertad a través del derecho es un proceso lento e imprevisible como las grandes revoluciones de los sistemas planetarios.

La perspectiva de Kant se modifica, radicalmente con la revolución francesa, en la cual ve cómo la política ha permitido acelerar de modo antes inimaginable el proceso de instauración del orden jurídico, sin recurrir necesariamente a un desarrollo de la moralidad en el hombre. La política se presenta para Kant como un espacio con su propia autonomía, basado en el interés bien entendido de los individuos. A fin de ilustrar la hipótesis de una política pura, dotada de su propia racionalidad independiente de la moral, Kant formulará la hipótesis de una sociedad de demonios organizada por el derecho: "«El problema del establecimiento del Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, por muy fuerte que suene (siempre que tengan entendimiento), y el problema se formula así: «ordenar una muchedumbre de seres racionales que, para su conservación, exigen conjuntamente leyes universales, aun cuando cada uno tienda en su interior a eludir la ley, y establecer su constitución de modo tal que, aunque sus sentimientos particulares sean opuestos, los contengan mutuamente de manera que el resultado de su conducta pública sea el mismo que si no tuvieran tales malas inclinaciones». Un problema así debe tener solución. Pues no se trata del perfeccionamiento moral del hombre sino del mecanismo de la naturaleza; el problema consiste en saber cómo puede utilizarse este mecanismo en el hombre para ordenar la oposición de sus instintos no pacíficos dentro de un pueblo de tal manera que se obliguen mutuamente a someterse a leyes coactivas, generando así la situación de paz en la que las leyes tienen vigor.» (Immanuel Kant, La Paz Perpetua, Suplemento primero).

De lo que se trata, por consiguiente en la hipótesis de Kant es de que personajes absolutamente amorales e insolidarios lleguen a constituir un orden de derecho teniendo en cuenta simplemente su propio interés. Aquí Kant no puede no estar pensando en las formulaciones paralelas del mismo problema que se encuentran en Adam Smith. Para Smith, como se sabe, el problema de la sociedad consiste en que, si bien existe por momentos simpatía de unos individuos hacia otros, esta no llega a compensar el egoismo que es permanente. La sociedad tiene, pues que fundarse sobre el egoismo y no sobre la solidaridad y la virtud moral y cívica. Como afirma Smith en la Teoría de los sentimientos morales, la sociedad La sociedad "puede subsistir entre los hombres, tal como subsiste entre los mercaderes, por el sentimiento de su utilidad, sin ningún vínculo afectivo: aunque ningún hombre estimase a otro por los deberes y lazos de la gratitud, la sociedad puede seguir manteniéndose mediante el intercambio interesado de servicios mutuos a los que se ha asignado un valor convenido." La solución de Smith se basa en el juego recíproco de los egoismos que termina produciendo resultados acordes al intereses general. La república de los demonios de Kant se basa en principios semejantes, con la diferencia de que los demonios convienen, no en una transacción comercial, sino en una constitución política. Pero esto no constituye una enorme diferencia, pues la constitución política de los demonios sólo podrá ser aquella que dé libre curso a sus egoismos, esto es la que permita que el mercado se autorregule libremente sin interferencias del poder político que no estén destinadas a restablecer el correcto funcionamiento del propio mercado según leyes de protección de la propiedad y de la competencia.

La república de los demonios de Kant tiene la particularidad de ser formalmente indistinguible de una república que tuviera por principio la virtud. La virtud cívica y la máxima depravación, cuando se integran en el juego de los mecanismos de mercado dan resultados semejantes. La radicalidad de Kant le conduce a tener que reconocer este hecho. En ello coincide con el principio básico de la teoría política liberal que se ha presentado como la teoría política del "mal menor" (Cf. Jean-Claude Michéa, L'empire du moindre mal). Para el liberalismo, el buen gobierno no es el que propugna un bien o una felicidad imposibles y erradica el mal, sino el que fomentando determinados equilibrios entre males parciales evita los males mayores que son la miseria y el despotismo. El instrumento privilegiado de esa búsqueda del mal menor será el mercado. Al abrir y reproducir constantemente el espacio del mercado, el Estado liberal permite a los canallas dar libre curso a sus pretensiones, a condición de que lo hagan en condiciones formalmemente iguales a las de los demás canallas. En último término, esta lógica obliga a las personas decentes a comportarse como canallas y permite estos actuar con toda la libertad posible.

La teoría del mal menor no es patrimonio exclusivo de los clásicos del liberalismo a los que se refiere Michéa, pues es también una inspiración fundamental de los neoliberales. Esta teoría llega en efecto a una cima de cinismo en la obra del premio Nobel de economía Gary Becker, quien sostiene que el delito debe considerarse como una actividad económica normal, con sus riesgos propios y sus ventajas y desventajas sociales. Según afirma Becker en su artículo de 1968 Crime and Punishment: an economic approach (Crimen y castigo: un planteamiento económico): "Se puede considerar que una multa es el precio de un delito, pero también puede considerarse así cualquier otra forma de castigo; por ejemplo, el precio de robar un coche pueden ser seis meses de cárcel. La única diferencia son las unidades de medida: las multas son precios medidos en unidades monetarias, las penas de prisión son precios medidos en unidades de tiempo. A fin de cuentas aquí son preferibles las unidades monetarias, pues se les suele dar preferencia a efectos de cálculo y contabilidad." A este respecto, Roberto Saviano nos ha informado con precisión en su documentado libro Gomorra de cómo la mafia es un elemento fundamental en la agilización de los mecanismos de mercado y una útil palanca de la mundialización capitalista.

En la actualidad nos econtramos con otro fenómeno, derivado de esta misma lógica, que ilustra el funcionamiento del orden constitucional de la república de los demonios. Se trata de un tipo de títulos financieros cuyos efectos la mayoría de los griegos y de los españoles y portugueses empiezan a sentir de manera brutal, los CDS (del inglés Credit Default Swaps traducido por "permutas de incumplimiento crediticio"). Estos títulos financieros son el equivalente de una apuesta sobre la quiebra de un deudor. Su valor depende, por lo tanto, de las posibilidades de suspensión de pagos del deudor. El interés de quien los detenta consiste en que la suspensión de pagos se produzca. Son, como han dicho destacados economistas, el equivalente a una póliza de incendio sobre la casa del vecino, en la que el titular cobraría una indemnización de producirse el percance. Estas pólizas, de momento están prohibidas en el ámbito del seguro por las criminales tentaciones que podrían suscitar, pero no lo están en el de la finanza y aún menos en el de la finanza internacional donde se juega con los títulos de deuda pública de los países y se apuesta a la quiebra de las finanzas públicas.

Conforme a las teorías de Gary Becker, este tipo de títulos debe considerarse como otro cualquiera, del mismo modo que el atraco, el asesinato o el secuestro deben verse como actividades económicas equiparables a las demás. Esto nos muestra, sin embargo, los límites de un sistema, como el liberal que pone teóricamente en pie de igualdad a los demonios y a los santos, suponiendo que el equilibrio de los egoismos produciría un mal menor. En realidad lo que ocurre es que de la mera suma de egoismos no surge nada común que no sean las leyes mismas que rigen el infierno. El mal menor se convierte así en un mal ilimitado. Si se aspira a una sociedad solidaria, lo común no podrá obtenerse nunca como resultado de mecanismos de mercado o de formas de representación política articuladas con el mercado, sino establecerse como presupuesto. Lo común es el fundamento último de toda sociedad. Una sociedad basaba en la propiedad, esto es en la expropiación de lo común -poco importa que la propiedad sea privada o pública: los socialismos históricos han conducido a una forma caricatural de lo mismo- sólo puede constituirse como una república de los demonios. No se trata aquí de una crítica moral, sino de una crítica dirigida a la constitución material del Estado capitalista. Si aquí hablamos de demonios es por acompañar a Kant en su útil metáfora del orden de mercado y no porque creamos en Dios ni en los demonios. Los demonios realmente existentes no son sino los tiburones de la finanza y del capital y su infierno, nuestro infierno, se llama mercado.

lunes, 10 de mayo de 2010

Grecia 2: la corrupción


(Grecia encadenada al FMI y lobotomizada por él: "Hemos decidido que nos mandéis")


Capitals are increased by parsimony, and diminished by prodigality and misconduct

(Los capitales aumentan merced a la parsimonia y disminuyen como efecto de la prodigalidad y la conducta licenciosa”. Adam Smith, The Wealth of Nations)



Según nos informa la prensa occidental, sobre todo la alemana, la corrupción es una de las características fundamentales del Estado griego. En todas las esferas de la vida pública, el interés privado prevalecería sobre el interés general y proliferarían por doquier las prácticas nepotistas. La población viviría así sumida en la más absoluta carencia de virtud cívica: serían perezosos, mentirosos y ladrones. El ataque de los mercados financieros contra Grecia estaría así plenamente justificado por las debilidades estructurales de un sistema corrompido y no se justificaría en modo alguno que los laboriosos alemanes socorrieran a los holgazanes helenos. Este discurso, de evidentes connotaciones racistas recuerda la retórica orientalista ampliamente utilizada por el colonialismo israelí en Palestina, pero anteriormente también por el francés en Argelia o el británico en Egipto o Iraq. Se trata en todos estos casos de demostrar la incapacidad de todos estos pueblos para gobernarse a sí mismos. Los pueblos árabes, al igual que los balcánicos, los turcos o los griegos necesitarían una tutela exterior o un régimen dictatorial interno (o una combinación de ambos) para poder aprovechar las conquistas de la modernidad: comercio, industria, democracia etc. La Sociedad de Naciones así lo reconoció en el caso de los países del Machrek que se desgajaron del imperio otomano: no estaban maduros para constituir un Estado moderno y necesitaban largos períodos de protectorado occidental para llegar algún día a la mayoría de edad. Palestina sigue hoy esperando a que los occidentales le reconozcan esa mayoría de edad: los más ilusos o deshonestos confían para ello en la dura pedagogía del infinito "proceso de paz" impuesto por los Estados Unidos e Israel.

Grecia, como los Balcanes ortodoxos y musulmanes, ha estado desde su independencia frecuentemente sometida a regímenes autoritarios y dictatoriales que defendían los intereses de la oligarquía interior y los de las potencias anglosajonas. Sabido es que, cuando el pueblo griego liberó el país de los nazis, tras una heróica y victoriosa resistencia cuya arma fundamental fue la lucha guerrillera dirigida por los comunistas (EAM), tuvo que enfrentarse de inmediato a una "segunda ocupación", la de las tropas británicas que apoyaron al ejército monárquico. Esto condujo al país a una larga guerra civil y a un largo período de inestabilidad, exilio y humillación del bando vencido y, por último, en los años 60, a una dictadura militar abierta (la dictadura de los coroneles) impuesta tras un golpe de Estado planeado por la OTAN. Grecia pagó su supuesta incapacidad para gobernarse, pero, sobre todo, su probada capacidad de liberarse por sí misma de la ocupación nazi. La contradicción entre la dignidad, a veces teñida de nacionalismo, de las clases populares y la brutalidad del Estado, que funcionó siempre recurriendo al clientelismo y a la represión -en diversas combinaciones de ambos elementos- para defender intereses oligárquicos e imperiales es un dato fundamental de la realidad griega actual. Grecia, aún estando en Europa, tiene algunas características de un Estado de la periferia semidependiente. Esto explica, entre otras cosas, el caudal de simpatía que existe en Grecia hacia la causa árabe y en concreto palestina.

En la prensa de la Europa occidental y, de manera paradigmática en la prensa populista alemana cuyo emblema es Bild, suele apelarse a la "corrupción" existente en Grecia para justificar la terapia de choque impuesta a los trabajadores griegos. En efecto, en Grecia "el deporte nacional es el fraude fiscal" y los servicios públicos se agilizan a menudo gracias al "fakelaki" (el sobrecito con dinero que se entrega a los funcionarios y a los médicos para ser atendido en plazos y condiciones razonables), siendo rasgos propios del país la mentira y el robo de recursos públicos. Lo peor es que, en la propia Grecia, hay quien cree que esto es un problema nacional. Es olvidar que, si hay indudablemente corrupción en Grecia, este país no tiene nada de excepcional. Si por corrupción en la vida pública entendemos el que la actuación del Estado se rija, no por el interés general, sino por intereses privados, la corrupción es una característica general de los países capitalistas y es tanto mayor cuanto más ha hecho mella en estos países el modelo neoliberal. La "gobernanza", concepto clave del neoliberalismo hoy dominante, no es en efecto otra cosa que la sustitución de la democracia por modos "más flexibles" y "ágiles" de toma de decisiones, basados en la participación directa de los "intereses económicos" en la legislación que los afecta. Vemos los resultados de la gobernanza en el derrame de petróleo del Golfo de México que resulta directamente de la influencia directa de la reducción de las medidas de seguridad de las plataformas impuesta por British Petroleum al gobierno federal norteamericano en tiempos de Bush, o la penetración progresiva de los organismos modificados genéticamente en la agricultura de la UE con la connivencia de la Comisión europea, inspirada por la patronal europea UNICE y más directamente por Monsanto, o en la propuesta del grupo de sabios encargados de estudiar el futuro de Europa de que se desarrolle aún más la energía nuclear y se prolongue la vida laboral de los europeos recortando al mismo tiempo sus pensiones...Cuando la productividad del trabajo se ha multiplicado por cuatro en los últimos treinta años, no puede decirse que el problema de las pensiones dependa de la relativamente pequeña disminución de población activa que se prevé. La denominada crisis de las pensiones es el resultado del acaparamiento de los beneficios del aumento de productividad por parte del capital. Cuando unos cuantos ciudadanos cobran mordidas y comisiones, se habla de corrupción, cuando el gobierno entero tanto a nivel nacional como europeo está al servicio de los intereses privados, a esa corrupción mayúscula se le llama buena gestión. Ocurre con la corrupción como con el terrorismo: cuando los crímenes los perpetra el propio Estado se transmutan milagrosamente en actos virtuosos.

Lo que está ocurriendo en Grecia no es, sin embargo, ninguna novedad. Desde los clásicos de la economía política, el capitalismo siempre se ha legitimado contraponiendo el obrero perezoso y dilapidador al empresario emprendedor -como no podía ser menos - y ahorrativo. Con esa denigración moral del trabajador, la economía política pretende solucionar el delicado problema del origen respectivo del capital y de los trabajadores que carecen de medios de producción y subsistencia. Marx, sin embargo, no contento con esta moralina que sirve de base a la legitimación del poder del capital, nos muestra, a partir de datos concretos cómo se produjo la expropiación inicial de los trabajadores y, con ella la acumulación originaria de capital. Así resume Marx en El Capital (I, XXIV) este turbio origen: "En la historia real el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia. En la economía política, tan apacible, desde tiempos inmemoriales ha imperado el idilio. El derecho y el "trabajo" fueron desde épocas pretéritas los únicos medios de enriquecimiento, siempre a excepción, naturalmente, de "este año". En realidad, los métodos de la acumulación originaria son cualquier cosa menos idílicos." Como sabemos, las crisis, como mecanismos de expropiación de unos capitalistas por otros y de los trabajadores por los capitalistas en su conjunto, son la continuación de este acto inicial. La actual expropriación de los trabajadores griegos y del conjunto de los trabajadores europeos es la continuación de esta historia. Su justificación ideológica a partir de categorías morales también.


jueves, 6 de mayo de 2010

Grecia: Sadismo del capital



"Coloca a un joven en una máquina que tira de él dislocándolo, hacia arriba o hacia abajo; sus huesos se rompen en pedacitos, lo retiran y lo vuelven a poner así durante varios días consecutivos hasta que muera" (DAF de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma, jornada 119)

Las imágenes de Atenas que vimos ayer eran imágenes de guerra civil. No es exagerado afirmarlo: incluso los enfrentamientos se cobraron víctimas (eran, por supuesto civiles, por supuesto también, trabajadores). Columnas de humo de los incendios y de las bombas lacrimógenas de la policía, jóvenes enmascarados hartos de no tener ningún futuro, ancianos indignados por la brutal rebaja de sus ya exiguas pensiones, una población que apenas contiene su ira frente al latrocinio abierto de su propio gobierno y de los mercados financieros. La vieja clase obrera fordista y el nuevo proletariado precario se encontraban ayer en la calle protestando contra el plan de austeridad terrorista impuesto por el Fondo Monetario Internacional y las instituciones europeas para evitar la bancarrota de Grecia. Contra las medidas ultraliberales impuestas a un gobierno elegido con un programa socialdemócrata. El chantaje es evidente: o se aceptan las medidas o el país entra en bancarrota y recesión con consecuencias gravísimas e imprevisibles. La democracia deja así de existir y el país se encuentra sometido a un protctorado económico.

Otros países esperan el ataque de los "mercados financieros". La plena dimensión de estos ataques sólo se comprende cuando se recuerda que los propios agentes del mercado financiero que crean "desconfianza" rebajando la calificación de la deuda son los que después especulan sobre la posible bancarrota que ellos mismos provocan. El mercado se ha convertido en el castillo de las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade: la escenificación de la omnipotencia de unos cuantos perversos sobre los cuerpos de las víctimas llevados al límite mismo de la muerte, de una muerte infinitamente prolongada. Imagen de impotencia que los "medios de comunicación" transmiten y difunden por doquier. No se puede hacer nada, nos dicen, frente al dictamen de los mercados, como si la actuación de los mercados respondiera a leyes naturales y no a las correlaciones de fuerza políticas de una sociedad de clases. Algunos responsables financieros tienen la sádica coherencia de decírnoslo:“Hay lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la de los ricos, la que está haciendo la guerra, y estamos ganando” (Warren Buffet, citado por The New York Times, 26 de noviembre de 2006). El coste de esa victoria es enorme: una regresión social sin límites, la apropiación de los servicios públicos por el sector privado, una explotación de la fuerza de trabajo sin límites en el tiempo (jubilaciones cada vez más tardías) ni en la intensidad (sueldos cada vez más bajos y precarios frente a un incremento cada vez mayor de la productividad del trabajo social).

Las propias circunstancias de la muerte de los tres trabajadores bancarios cuyas vidas se cobró ayer la batalla de Atenas son ilustración del desmeurado despotismo patronal que sólo puede ilustrar la imagen del castillo de Sade. La prensa (que se afirma libre) nos dice que fueron víctimas del humo de un incendio provocado por un cóctel molotof en la oficina bancaria de Egnatia-Marfin donde trabajaban. Lo que nos ocultan es que su chulesco patrón -como afirma el comunicado del sindicato griego de la banca OTOE- había cerrado las puertas, que el local no disponía de medios antiincendio y que la salida de emergencia estaba cerrada con cerrojo. Quienes se salvaron tuvieron que subir a los pisos superiores y saltar por las ventanas o bien huir por las azoteas. Esto no excusa la criminal estupidez de echar un cóctel molotof en un sitio donde hay gente, pero la responsabilidad de lo acontecido pesa también como mínimo sobre el patrón que los encerró en la agencia.

La guerra del capitalismo contra las poblaciones es una guerra no declarada, pero no por ello menos despiadada. Se trata de imponer por todos los medios, pero sobre todo por los financieros, la extracción de renta, la sustracción de riqueza en favor de quienes controlan el capital, la privatización de lo común. La era del capitalismo productivo llegó a su término. En este momento la producción corre a cargo de la inteligencia y de la cooperación colectiva. El capital tiene que procurar ponerla a su servicio, como ya hiciera con los esclavos de las plantaciones o los trabajadores de las fábricas. Para ello necesita otros medios adaptados a la nueva configuración del trabajador: un sistema de extracción de riqueza social ágil y discreto, un sistema que pueda robar directamente la riqueza socialmente producida y, al mismo tiempo, disimular el robo. Este sistema de extracción de riqueza y expropiación de los comunes son los mercados financieros. Hoy ya es tarde para defender el capital productivo: ambos términos son hoy contradictorios. Lo único que nos queda es, como en Grecia, defendernos del capital en general, pues esa es la única manera de liberar espacio para los comunes, para el comunismo. Sólo así podrán tener algún sentido la democracia y la libertad.

A quienes todavía sueñan con "refundar el capitalismo" hay que recordarles que el capitalismo se fundó mediante una expropiación masiva de los trabajadores y que esa fundación vuelve a realizarse en cada crisis de la misma manera, con idéntica violencia. Vale la pena recordar, a propósito de la crisis griega y europea en general, el texto de Marx (Capital, I, XXIV) sobre la función de la deuda pública como instrumento de acumulación originaria:

"El sistema del crédito público, esto es, de la deuda del estado, cuyos orígenes los descubrimos en Génova y Venecia ya en la Edad Media, tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda. La deuda pública o, en otros términos, la enajenación del estado sea éste despótico, constitucional o republicano deja su impronta en la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que realmente entra en la posesión colectiva de los pueblos modernos es... su deuda pública (243bis). De ahí que sea cabalmente coherente la doctrina moderna según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se endeuda. El crédito público se convierte en el credo del capital. Y al surgir el endeudamiento del estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay perdón alguno {298}, deja su lugar a la falta de confianza en la deuda pública.

"La deuda pública se convierte en una de las palancas más efectivas de la acumulación originaria. Como con un toque de varita mágica, infunde virtud generadora al dinero improductivo y lo transforma en capital, sin que para ello el mismo tenga que exponerse necesariamente a las molestias y riesgos inseparables de la inversión industrial e incluso de la usuraria. En realida, los acreedores del estado no dan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de deuda, fácilmente transferibles, que en sus manos continúan funcionando como si fueran la misma suma de dinero en efectivo. Pero aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos así creada y de la riqueza improvisada de los financistas que desempeñan el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación como también de la súbita fortuna de arrendadores de contribuciones, comerciantes y fabricantes privados para los cuales una buena tajada de todo empréstito estatal les sirve como un capital llovido del cielo , la deuda pública ha dado impulso a las sociedades por acciones, al comercio de toda suerte de papeles negociables, al agio, en una palabra, al juego de la bolsa y a la moderna bancocracia.

"Desde su origen, los grandes bancos, engalanados con rótulos nacionales, no eran otra cosa que sociedades de especuladores privados que se establecían a la vera de los gobiernos y estaban en condiciones, gracias a los privilegios obtenidos, de prestarles dinero. Por eso la acumulación de la deuda pública no tiene indicador más infalible que el alza sucesiva de las acciones de estos bancos, cuyo desenvolvimiento pleno data de la fundación del Banco de Inglaterra (1694). El Banco de Inglaterra comenzó por prestar su dinero al gobierno a un 8 % de interés, al propio tiempo, el parlamento lo autorizó a acuñar dinero con el mismo capital, volviendo a prestarlo al público bajo la forma de billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, hacer préstamos sobre mercancías y adquirir metales preciosos. No pasó mucho tiempo antes que este dinero de crédito, fabricado por el propio banco, se convirtiera en la moneda con que el Banco de Inglaterra efectuaba empréstitos al estado y pagaba, por cuenta de éste, los intereses de la deuda pública. No bastaba que diera con una mano para recibir más con la otra; el banco, mientras recibía, seguía siendo acreedor perpetuo de la nación hasta el último penique entregado. Paulatiamente fue convirtiéndose en el receptáculo insustituible de los tesoros metálicos del país y en el centro de gravitación de todo el crédito comercial. Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco. En las obras de esa época, por ejemplo en las de Bolingbroke, puede apreciarse claramente el efecto que produjo en los contemporáneos la aparición súbita de esa laya de bancócratas, financistas, rentistas, corredores, stock-jobbers [bolsistas] y tiburones de la bolsa.

William Cobbett observa que en Inglaterra a todas las instituciones públicas se las denomina "reales", pero que, a modo de compensación, existe la deuda "nacional" (national debt)."

miércoles, 5 de mayo de 2010

Sobre un chiste de Brieva y la política spinozista

(Para leer los bocadillos del chiste, clicad dos veces sobre la viñeta y se verá más grande en una ventana aparte)







En un grupo de debate sobre Spinoza en el que participo esta imagen se presentó como "totalmente spinozista". Sigue el comentario que mandé al grupo:

"El chiste es muy bueno. Brieva, igual que El Roto es un "filósofo gráfico". Lo que no es el chiste es "totalmente" spinozista. Sólo lo es en parte. Para serlo totalmente, le falta una vuelta más: el gigante que manipula a los individuos "libres" como marionetas debería aparecer también como un autómata compuesto por las propias marionetas: como en la imagen o, más bien emblema, que figura en la portada del Leviatán de Hobbes, que representa un hombre (o Dios) artificial compuesto por una multitud de hombrecillos (Ver primera imagen). El Leviatán depende de una servidumbre voluntaria y su funcionamiento en la posteridad teórica de Hobbes se viene basando en la idea de un sujeto libre cuya libertad está garantizada por un Estado que lo representa. Como dice el propio Hobbes resumiendo la práctica del Estado -y la de la mafia- se trata de intercambiar "obediencia por protección".


La diferencia, en el caso de Spinoza es que la integración en el Leviatán no es sólo efecto y causa de una necesaria servidumbre: la formación de un individuo compuesto, la sociedad, es también la condición misma de la libertad. Cuando nos movemos como marionetas que se creen libres, no hay un Otro que nos manipule que sea distinto de nosotros mismos tomados singular y colectivamente. Ese Otro es un semblante, una apariencia producida necesariamente por nuestra imaginación y nuestra pasión singular y colectiva. Sostenía Toni Negri que el Estado no es sino "nuestra propia indignidad", esto es la forma imaginaria en que una comunidad de hombres (potencialmente libres, pero efectivamente pasionales), en vez de constituirse autónomamente, se imagina unificada por la representación (en el doble sentido del término) del soberano. Este efecto imaginario es tan inevitable como que los hombres nos guiemos fundamentalmente por las pasiones. La política no puede superar esta situación derivada de la condición humana, pero puede paliarla o agravarla, produciendo formas de gobierno más pasionales o más racionales. El soberano nos representa en el sentido de que nos muestra nuestra imagen como una entidad transcendente, y también en cuanto consideramos que esa entidad actúa en nuestro nombre. Ahora bien, en los esquemas de la teoría política del Estado moderno, la libertad -libertad de contratar- es el fundamento mismo de la representación en el doble sentido indicado. El contrato de sujeción al soberano se basa en ella y el propio soberano la garantiza y le da estabilidad. Estado y sociedad civil son las dos caras de una misma moneda.

El Estado soberano moderno exacerba la representación tanto en sus variantes absolutistas como en las liberales. FRente a él, una política spinozista persigue el objetivo de desplegar el conatus (la capacidad de expresar la propia potencia) singular y colectivo limitando la imaginación que funda la representación, aunque sería utópico pretender anularla. Siempre existirá la imagen de un amo, al menos para los sujetos pasionales. De lo que se trata es de atravesarla, no de anularla. Esto es lo que explica que en el Tratado Político la monarquía basada en los consejos y en el carácter cada vez más vacío del poder del monarca resulte más "democrática" que una democracia que, para Spinoza como para el Kant de Teoría y práctica presupone la exclusión generalizada de quienes no son independientes" (trabajadores dependientes, mujeres, niños, locos etc.). Estoy convencido de que el capítulo sobre la democracia del Tratado Político no (sólo) quedó incompleto por la circunstancia exterior que fue la muerte de Spinoza.
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Para Spinoza, no sólo Dios no existe al modo de una cosa -en el sentido de que pudiera ser otra cosa que la propia dinámica de los modos-, tampoco el Estado ni el Soberano existen, pues son mero resultado de las correlaciones de fuerzas de base pasional que atraviesan la multitud. Sin embargo, las ilusiones teológicas y teológico-políticas se producen y reproducen con la misma necesidad con que vemos el sol con la apariencia de un ducado de oro.

viernes, 16 de abril de 2010

Eyjafjallajökull. Las catástrofes o la sublime excepción de la ideología



"El sol se oscurecerá, | la tierra de hundirá en el mar,--
Resbalarán del cielo| las brillantes estrellas;
La humareda se elevará furiosa | y el fuego salvador:
El calor abrasador | lamerá el propio cielo."
Snorri Sturlusson, Gylfaginning(La alucinación de Gylfi)






"Pero al pretender mostrar que la naturaleza no hace nada en vano (esto es: no hace nada que no sea útil a los hombres), no han mostrado -parece- otra cosa sino que la naturaleza y los dioses deliran lo mismo que los hombres." (Spinoza, Ética I, Apéndice)


La reciente erupción del volcán Ejafjallajökul en Islandia está creando una imponente perturbación del tráfico aéreo en la Europa noroccidental. Las cenizas proyectadas a la atmósfera por el volcán en erupción podrían dañar los motores de los aviones, lo cual ha obligado a suspender los vuelos en 11 países europeos y posiblemente siga perturbando el tráfico aéreo en los próximos meses si no años. La naturaleza, que se suele presentar como amenazada por el hombre, se muestra aquí en toda su fuerza como amenaza a la civilización tecnológica. La técnica humana, con todo su poderío no puede con una pequeña alteración de la composición físico-química de la atmósfera. Y es que la técnica sólo opera en lo que tautológicamente se podría definir como "condiciones normales", esto es en las condiciones que posibilitan el funcionamiento de los dispositivos técnicos humanos. La idea de un órden natural adaptado al hombre y a su técnica es uno de los principales disparates a que conduce la concepción teleológica de la naturaleza que analizara Spinoza en el apéndice del primer libro de su Ética: la idea de que la naturaleza, como el hombre, tiene fines y que entre estos figuran la existencia y la prosperidad de nuestra especie está sólidamente arraigada en esa prolongación de la magia y del fetichismo que es la cultura tecnológica. Tenemos la engañosa seguridad -que no es sino otra forma de superstición- de que la naturaleza siempre permitirá que se despliegue nuestra técnica o incluso que viva nuestra especie. Es éste un sueño insensato.

El volcán Eyjafjallajökull, nos sitúa ante lo que fuera el horizonte permanente de la mitología nórdica: la caída de los dioses y el hundimiento del mundo (Ragnarök) nos recuerda hoy con su violencia que existe un más allá de lo que el pensamiento técnico considera "naturaleza", esto es un más allá de esa técnica que suponemos capaz de codificar y domeñar simbólicamente la naturaleza. Más allá del orden simbólico científico-técnico nos encontramos con lo real, con lo insoportable que apunta a nuestra muerte como especie bajo la forma de seismos (Haití o China), maremotos o erupciones volcánicas y se manifiesta de manera inmediata como obstáculo definitivo al funcionamiento de la técnica.

El orden técnico no es sino una versión sofisticada del pensamiento fetichista. Fetichismo es pensar que los objetos de la naturaleza tienen una subjetividad y unos fines propios. El pensamiento mágico parte de la idea de que los objetos del mundo -al igual que los seres humanos- tienen un alma, una especie de homúnculo dotado de libre albedrío que los mueve, lo cual permite una comunicación con ellos, nos hace termerlos, pero nos permite suplicarles. El pensamiento religioso limita esas almas a un número restringido de dioses que rigen fenómenos naturales más genéricos o incluso a un solo Dios rector del universo que da fines al universo en su conjunto y a cada uno de sus elementos. Spinoza resume así esta situación: "Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo: el hecho de que los hombres supongan que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre y ha creado al hombre para que le rinda culto. (Spinoza, Ética I, De Dios, Apéndice)

La racionalidad científico-técnica realmente existente, la que coincide con el capitalismo pretende establecer esta finalidad a partir de una formalización simbólico-matemática de la naturaleza que tiene la pretensión de permitir al ser humano "utilizar" la naturaleza, realizar en ella sus fines. La civilización técnica es así inseparable de un cierto humanismo y supone una armonía entre la formalización matemática de la naturaleza y la realidad fenoménica de ésta. La técnica "funciona" en un universo que funciona. Todo ello al servicio del hombre, último residuo del fetichismo, ese hombre cuya especificidad de pretendido ser espiritual es objeto de una cuidadosa y desesperada búsqueda por parte de los nuevos brujos de nuestro tiempo, los científicos cognitivistas y los practicantes de la neurociencias que exploran mediante escáneres cada vez más precisos el cerebro humano en busca de ese hombrecito minúsculo, ese homúnculo que explicaría definitivamente cómo y por qué actúa el hombre. Todo el pensamiento burgués se basa en esta escisión fetichista entre un reino natural de la necesidad y un reino de la subjetividad humana y de la libertad. El tecnicismo y el cientificismo más extremos se ven condenados por su propia estructura ("forclusión -Verwerfung- del sujeto" diría el psicoanálisis)a un retorno de la brujería y del fetichismo, un auténtico obscurantismo. La eliminación del sujeto no es, como pretende el positivismo, el fin del fetichismo, sino su principio mismo. Baste para convencerse consultar los análisis de Marx sobre el fetichismo de la mercancia en la primera sección del Libro I del Capital, que, increíblemente, se ha solido interpretar en términos humanistas.

Kant denominó "sublime" la irrupción brutal de la naturaleza "desatada" en el propio orden natural. "Rocas audazmente colgadas y, por decirlos así, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso etc. reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro, y llamamos gustosos sublimes esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza". (Kant, Crítica del Juicio, De lo sublime dinámico de la naturaleza,§28). El más allá de la naturaleza científicamente simbolizada se presenta para Kant como signo de una libertad en el límite de lo terrible. Se da así una alternancia entre un reino de la naturaleza fenoménico objeto de la ciencia y capaz de pensar la naturaleza en términos de regularidad (y, por lo tanto de adaptación teleológica a las técnicas humanas), y un más allá de este reino natural ordenado donde la libertad se piensa como catástrofe y como fundamento de un nuevo orden.

En una civilización religiosa, la intervención de la subjetividad finalista en la naturaleza es cotidiana: el milagro, la gracia obtenida por la oración, o el prodigio son algo, paradójicamente ordinario. En nuestro mundo científico, la capacidad técnica produce -de manera obscurantista- muchos efectos que antes se hubieran considerado milagrosos, quedando el equivalente del milagro relegado a ese más allá de la naturaleza científicamente calculable y previsible que es la catástrofe, la cual, a su vez tiende a perder su capacidad de sorpresa. La propia catástrofe reinterpretada adquiere tintes de normalidad, perdiendo su condición de acontecimiento. El milagro, expulsado cada vez más de la naturaleza tendió a refugiarse en la política. En el orden simbólico medieval la naturaleza era un -ambito milagroso, mientras que la política se regía por la regularidad de la ley humana o divina. En el mundo moderno, la naturaleza es un orden regular sometido a leyes (incluso las catástrofes lo están, por mucho que cueste imaginar en ellas el funcionamiento de leyes naturales), mientras que la política se rige por una alternancia de normalidad jurídica (cuya forma más desarrollada es el Estado de derecho) y excepción soberana (que se manifiesta en el Estado de excepción, pero también en el terrorismo, imagen especular de la excepción soberana). Oscilamos así en la política del Estado burgués entre un orden de derecho basado en la normalidad social y una irrupción brutal de la fuerza del Estado o de sus imágenes especulares terroristas, como fuerzas que (r)establecen la normalidad por medios excepcionales.

En el Estado capitalista vivimos como si nos encontráramos encima del volcán Eyjafjallajökull: por encima hay un glaciar sólido que se desplaza de manera lenta y casi perfectamente previsible, pero por debajo sze oculta un volcán. La diferencia es que el Ejafjällajökul y la capa de hielo que lo recubre son un resultado de la deriva de las placas tectónicas en el norte del Atlántico contra la que toda la fuerza de la humanidad es impotente, mientras que la alternancia de hielo y lava, orden y violencia propia del Estado capitalista se debe a un orden político humano, un orden que puede cambiarse. Será por siempre imposible evitar erupciones volcánicas y maremotos, pero son perfectamente concebibles formas políticas que no oculten los antagonismos bajo la imagen helada de una representación consensual del orden social. El capitalismo debe practicar necesariamente esta ocultación, pues tiene que hacer olvidar bajo formas jurídicas y constitucionales la violencia expropiadora que le dió origen y que lo perpetúa. Bajo el contrato social el Estado capitalista reprime cualquier representación de la violencia inicial y fundamental en que se basa. El fundamento de la excepción soberana que reactiva la violencia fundacional no es otro que la existencia de clases: la expropiación masiva de los trabajadores, la cual produce efectos fetichistas y mágicos en el orden político. Una ilustración radical, materialista y comunista, es necesaria para vencer el obscurantismo. No se trata a través de ella de llegar a una paz perpetua a la manera de Kant o de Kelsen, sino, por el contrario, de reconocer el antagonismo y el conflicto dándole su lugar en una democracia más allá del Estado y del derecho. La erupción del Eyjafjallajökull nos permite hoy contemplar la precariedad de todo orden humano, incluso de aquel que se basa en la alternancia temporal y estructural del orden y de la excepción.