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viernes, 19 de noviembre de 2010

¿El eurocomunismo en su camino de Damasco? La "dictadura de los trabajadores" según Cayo Lara


"in a Monarchy, the Subjects are the Multitude, and (however it seeme a Paradox) the King is the People"
(En una monarquía, los súbditos son la multitud y (aunque parezca una paradoja) el Rey es el pueblo)
Thomas Hobbes, De Cive, 12, VIII


El coordinador general de Izquierda Unida, Cayo Lara, sigue haciendo un ímprobo esfuerzo por situar más a la izquierda la imagen de su organización. El último episodio de esta limpieza de fachada de IU, una coalición política, cuyo principal componente es aquel Partido Comunista que Santiago Carrillo declaró "realista" por aceptar la monarquía encarnada en el Jefe de Estado impuesto por Franco, la bandera bicolor, los pactos de la Moncloa, el rechazo del derecho de autodeterminación, la inclusión de la economía de mercado en la constitución y otras lindezas, lo constituye una aparente vuelta atrás del Coordinador General sobre uno de los principios básicos del eurocomunismo: la renuncia a la dictadura del proletariado. Efectivamente, en un reciente mitin celebrado en Leganés, el dirigente de IU afirmaba
(cf.La República.es):

"Queremos hacer una dictadura", matizando estas palabras de la manera siguiente: "Queremos que las leyes se lleven al Boletín Oficial del Estado al dictado de los trabajadores, y no al de los intereses empresariales, por medios totalmente democráticos".

La dictadura, para Cayo Lara es por lo tanto un régimen basado en el "dictado", en el que unos dictan y otros transcriben. Hoy, quienes dictan son los empresarios, que hacen que sus intereses queden fielmente transcritos en la legislación; mañana, si la organización de Cayo Lara gana las elecciones ("por medios totalmente democráticos"), quienes dicten lo que tienen que escribir en las leyes los escribanos del Boletín Oficial del Estado (BOE) serán los trabajadores que IU pretende representar.

Por otra parte, Lara concibe su propuesta de dictadura "de los trabajadores" como remedio no a la actual legalidad, sino a su supuesto "incumplimiento". Afirma así Lara que "se está violando continuamente la Constitución" porque "la soberanía no es de los españoles. Es de los bancos y del Fondo Monetario Internacional", y porque "no se respeta la aconfesionalidad del Estado" y "se viola el derecho al trabajo" al haber más de cuatro millones de parados en España.

Aparte del interés histórico de unas declaraciones en las que el eurocomunismo español parece haber emprendido su camino de Damasco, abrazando de nuevo tan denostado concepto como el de "dictadura", las aserciones de Lara tienen un indudable valor teórico. En primer lugar, sitúan la propuesta de una "dictadura de los trabajadores" en un marco sociopolitico español y europeo caracterizado por la dictadura de la burguesía. En eso parece estar repitiendo el gesto del mejor Lenin, el del Estado y la Revolución, para quien "Las formas de los Estados burgueses son extraordinariamente diversas, pero su esencia es la misma: todos esos Estados son, bajo una forma o bajo otra, pero, en último resultado, necesariamente, una dictadura de la burguesía." (Lenin, El Estado y la Revolución, Cap.3). Así, a la dictadura de la burguesía, lo que hay que oponer -según Lara- es la dictadura "de los trabajadores", una dictadura que represente cabalmente sus intereses en el proceso legislativo.

Aun reconociendo lo anterior, las palabras de Lara resultan sumamente ambiguas. En primer lugar, el concepto de "dictadura" parece utilizarse de manera blanda. Aquí por "dictadura" no se entiende en absoluto, a la manera de Marx o de Lenin, una ruptura con la legalidad existente destinada a fundar otro orden social y político, pues esta curiosa "dictadura de los trabajadores" lo que prevé es redactar los contenidos del BOE de forma acorde con la legalidad vigente. Por otra parte, el objetivo no es sustituir esta legislación, ni modificar el texto constitucional que da cobertura al conjunto del ordenamiento político español. Para Cayo Lara, la "dictadura de los trabajadores" consiste en aplicar la constitución monárquica vigente, que a su entender permitiría realizar el derecho al trabajo y la separación de la Iglesia y el Estado y, probablemente superar el capitalismo. Con ello, además, el pueblo español recuperaría su soberanía hoy usurpada por los poderes financieros, pero, a juicio del coordinador general, inscrita en la constitución española del 78.

Cabe en primer lugar recordar algunos aspectos de la mencionada constitución que no sólo es liberal, sino fundamentalmente antidemocrática. Aun si pasamos por alto la forma de Estado monárquica que, en sí, es ya más que discutible, lo que no cabe ignorar es el origen de esta monarquía sui generis, una monarquía que es el resultado de la ley franquista de Sucesión a la Jefatura del Estado. Este aspecto histórico no es anecdótico, pues trae consigo importantísimas consecuencias. La primera de ellas es la consagración de principios antidemocráticos como la "unidad de España", principio que en un país históricamente plurinacional supone un atropello a los derechos de buena parte de la población, o del derecho del ejército a tutelar no ya la integridad territorial ni la seguridad del país, sino el propio "orden constitucional". Por otra parte, la constitución española es una de las pocas constituciones europeas que consagran un sistema económico como el único compatible con su ordenamiento: la "economía de mercado" (art. 38). Por mucho que en el mismo artículo 38 también se autorice la planificación, lo que no se puede hacer en el marco de la constitución española es abolir el capitalismo. De este modo, por mucho que se declare el derecho al pleno empleo, un hipotético gobierno de la monarquía presidido por Cayo Lara tendría que aceptar una gestión mercantil del empleo, esto es la existencia de un mercado de fuerza de trabajo, lo cual tiene como inevitable consecuencia la existencia permanente de un porcentaje de "desempleo natural" en términos de Friedman, o, en términos de Marx, un "ejército industrial de reserva", lo cual supone que el "derecho al trabajo" se niegue a una cantidad importante de ciudadanos.

El problema de Cayo Lara es que la constitución cuyos preceptos quiere ver cumplidos es la de un Estado esencialmente burgués, un Estado que no es una dictadura de la burguesía sólo coyunturalmente, por que haya gobiernos neoliberales de derecha o de izquierda, sino estructuralmente, y que lo seguiría siendo aunque gobernara Izquierda Unida. Un aspecto fundamental de la gobernamentalidad moderna encarnada en el Estado capitalista es precisamente el reconocimiento de la "naturalidad" de la esfera económica regida por el mercado. Dada esta esfera mercantil -supuestamente- autorregulada que funciona con la misma necesidad que los fenómenos meteorológicos, es tan absurdo considerar "anticonstitucional" que no haya pleno empleo, por mucho que la constitución reconozca este derecho, como acusar a una inundación o un terremoto que han barrido mi casa de negarme el "derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada" (art. 47). Un derecho que depende esencialmente de un orden contra el que el poder político afirma no poder ni deber hacer nada queda dejado al albur de las evoluciones del mercado.

En cuanto a la aconfesionalidad del Estado, cabe recordar que la única confesión explícitamente mencionada en la constitución es la Católica. Este hecho refleja el poder real de una institución que en los momentos inciales de la historia del Estado Español prestó a este la única institución que abarcaba los distintos reinos: la Suprema (Inquisición) de España. La Inquisicón española es así anterior a España y en cierto modo es uno de los agentes "etnógenos" que fundan la identidad de la entidad política heredera del Imperio español en que vivimos. La Iglesia forma así parte de los aparatos de Estado españoles y es un elemento integrante de su constitución "material" tan importante como el capitalismo o el poder militar. De este modo, quien aceptó, como lo hicieran los representantes del Partido Comunista en la ponencia constitucional, la mención explícita de la Iglesia Católica en la constitución sabía perfectamente cuáles son los límites de la "aconfesionalidad" del Estado Español. El enunciado del artículo 16.3, en su ambigüedad formal, apunta, sin embargo a una realidad material que no quiere combatir sino reflejar: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones." El contraste con la constitución republicana de 1931, realmente aconfesional, se aprecia a la simple lectura del artículo que esta dedica a la relación religión-Estado: "Artículo 3. El Estado español no tiene religión oficial.".

En cuanto a la soberanía del pueblo que Lara considera pisoteada por quienes hoy gobiernan, pero reconocida por el texto constitucional, cabe recordar al Coordinador General que en la constitución vigente "La soberanía nacional reside en el pueblo español". Ello no quiere decir que exista en España "soberanía popular", sino que corresponde al pueblo la "soberanía nacional". Esto significa que el pueblo no es titular de su propia "soberanía", cuyo atributo principal sería esa forma radical del poder legislativo que se denomina poder constituyente, sino que lo que al pueblo le corresponde es ser mero depositario de la "soberanía nacional", es decir de una entidad transhistórica y mítica independiente en gran medida de la voluntad del conjunto de la ciudadanía. La nación es soberana a través del pueblo, pero el pueblo en sí no es soberano. En el marco de la constitución española del 78, el pueblo español no puede permitir la autodeterminación de una parte de la población, pero ni siquiera puede imponer -sin ruptura- su propia autodeterminación si desea mayoritariamente fundar una república. El pueblo español, a través de la soberanía nacional existe en tanto que representado por el Estado, pero nunca como sujeto político autónomo, como poder constituyente. Por otra parte, la soberanía nacional consagrada por la constitución no implica que el pueblo pueda decidir sobre lo que ella misma ha excluido del ámbito de decisión de los poderes públicos, por ejemplo sobre las consecuencias del libre funcionamiento de los mercados. Esto no supone en modo alguno que los mercados, la banca o el FMI sean jurídicamente soberanos: dentro del actual ordenamiento constitucional, tienen el mismo estatuto que el anticiclón de las Azores o los movimientos de placas tectónicas, fenómenos físicos a los que ningún soberano se puede enfrentar.

La dictadura de los trabajadores que propone Lara no es por consiguiente, a pesar de las apariencias retóricas, la dictadura del proletariado. De hecho, los trabajdores que ejercerían esa dictadura tampoco coinciden con el proletariado. El proletariado es la clase sin cualidades, la clase de los sin clase, que no coincide con "los trabajadores" y cuyos miembros sólo tienen estatuto de trabajadores cuando están empleados y son representados por los sindicatos o la organización de Cayo Lara. La dictadura del proletariado, está más allá de la representación, más allá de la negociación sindical entre trabajo y capital en el mercado, más allá de la representación parlamentaria de los trabajadores por los partidos de "izquierda". El proletariado sólo se manifiesta como tal cuando ejerce su dictadura, esto es, en el momento paradójico en que desaparece como clase estableciendo las condiciones de la democracia. Esta dictadura, que Marx y Engels definen en el Manifiesto como "la conquista de la democracia" no puede ejercerse por medios democráticos, si con ello se entiende por los medios existentes en el régimen "capitalista democrático" en que vivimos; no porque su objetivo no sea la constitución de una democracia, sino porque ninguna democracia se ha fundado por medios democráticos preexistentes a su propia fundación. De lo que se trata hoy, es de acabar con el marco de la constitución formal y material española para fundar sobre una nueva base social una democracia; lo que es absurdo es soñar que se pueda decidir democráticamente, en contra de los poderes existentes, dentro del propio marco que estos poderes han establecido para su reproducción. No basta cambiar la voz que dicta el BOE, sino las relaciones sociales que en él se transcriben.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Optimismo y pesimismo antropológico (respuesta a Carolus)

[Carolus escribió el siguiente comentario a propósito del texto sobre Wendy Brown que figura en la entrada del día 30 de octubre del presente blog: "Sólo hay un punto en el que no estoy de acuerdo: no creo que la crueldad esté en la naturaleza del hombre, como no lo está en ningún animal superior. Como lo contaba Erich Fromm hace ya algunos años, estudios prehistóricos y antropológicos muestran que el hombre llamado primitivo no es cruel, ni siquiera autoritario o agresivo, salvo por motivaciones de autodefensa. Es con el surgimiento de la propiedad privada y la civilización agrícola y urbana con lo que aparecen esos comportamientos." He decidido responder y desplazar la respuesta de los comentarios a las entradas.]

El comentario de Carolus se centra en un problema fundamental del pensamiento político, la contraposición entre optimismo y pesimismo antropológico. De la concepción que se tenga del hombre dependerá el que se procure limitar su maldad y peligrosidad mediante formas de coacción o se opte, como pretende Erich Fromm y con él todo un sector del pensamiento anarquista, liberar la capacidad o energía individual trabada por la autoridad familiar o estatal. La contraposición entre posiciones autoritarias o incluso absolutistas y posiciones liberales o libertarias depende término de esta alternativa por el que se opte. De manera muy simple, se trata de saber si el hombre es bueno y capaz de convivir y colaborar libremente con sus congéneres o si tiene una insuperable inclinación a enfrentarse con ellos, a destruirlos o sencillamente a odiarlos. A este respecto, afirmaba Carl Schmitt lo siguiente a propósito de la utilización del pesimismo y del optimismo antropológicos: "Lo que hay que hacer es ver cómo las precondiciones "antropológicas" difieren en los distintos ámbitos del pensamiento humano. Un jurista del Derecho Privado parte del supuesto de "unus quisque praesumitur bonus". Mientras el moralista presupone la existencia de un libre albedrío para elegir entre el bien y el mal, un teólogo cesa de ser teólogo si no considera a los hombres como pecadores, o necesitados de la redención, y si ya no sabe distinguir a los redimidos de los irredentos, a los elegidos de los no-elegidos. Puesto que la esfera de lo político está determinada en última instancia por la posibilidad real de un enemigo, a las concepciones políticas y al desarrollo de ideas políticas no les resulta fácil tomar un "optimismo"antropológico como punto de partida. De hacerlo, anularían la posibilidad del enemigo y, con ello, también toda consecuencia específicamente política." (Carl Schmitt, El concepto de lo político). Cierto pesimismo antropológico es así necesario, según el jurista alemán, para la mera existencia de una esfera como la de la política donde el antagonismo es un factor esencial. El poder soberano al que los individuos se ven sometidos responde al mal que existe en el hombre; mal que, desde el punto de vista de la teología, se origina en el pecado original. Prosigue Schmitt: "La relación entre las teorías políticas y los dogmas teológicos sobre el pecado — que se destaca especialmente en Bossuet, Maistre, Bonald, Donoso Cortés y F.J. Stahl — se explica por el parentesco que existe entre estos postulados conceptuales. Al igual que la diferenciación entre amigos y enemigos, el dogma teológico básico de la pecaminosidad del mundo y del Hombre conduce — mientras la teología no se diluya en simple normativa moral o pedagogía y mientras el dogma no se convierta en mera disciplina — a una clasificación de los Hombres, a una "toma de distancia", y hace imposible el optimismo indiscriminado de un concepto universal del Hombre. En un mundo bueno, entre Hombres buenos, naturalmente reinaría la paz, la seguridad y la armonía de todos con todos; en este caso, los sacerdotes serían exactamente tan superfluos como los políticos y los estadistas."

De este modo, lo que entiende Carl Schmitt por política, esto es la política que está basada en la idea de poder soberano, tiene necesariamente un fundamento teológico. Inversamente, la política se hace imposible cuando se cree en la intrínseca bondad humana, cuya expresión teológica más clara fue históricamente la teoría de los preadamitas (Cf. Isaac Péreire, Systema theologicum ex praeadamitarum hypothesi (1655)), que postula la existencia de una humanidad anterior a Adán a la que no afecta el pecado original y que, por consiguiente no está sometida a la ley. La ley, y la existencia misma de un legislador soberano resultan necesarias a partir del momento en que existe pecado y ociosas o incluso imposibles cuando este no existe. De este modo, no parece posible que exista política si se prescinde de un presupuesto antropológico pesimista.

La oposición pesimismo/optimismo antropológico no es, con todo, un marco ineludible de la reflexión política. En primer lugar, porque se trata de una alternativa cuyos elementos se basan en una concepción teleológica del hombre. Las ideas de bien y de mal corresponden a la realización o no realización de una esencia que constituye la finalidad de un ente. Ahora bien, esa finalidad incluye siempre la voluntad de un sujeto de orden superior, divino o transcendental, voluntad que quiere que esa esencia se realice. Bien y mal, bondad o maldad humanas sólo tienen sentido si se supone que existe una esencia o naturaleza humana enmarcada en el esquema teleológico: sujeto-esencia-fin. Fuera de ese esquema en el que convergen la teología y el sentido común más inmediato (efecto directo y estructural de la forma sujeto), no hay ni bien ni mal, ni maldad ni bondad. Cada individuo actúa como lo que es, con una esencia liberada de toda finalidad y de cualquier lazo de dependencia respecto de una realidad transcedente o transcendental. Nadie lo habrá afirmado más radicalmente que Spinoza en su carta de 13 de marzo de 1665 a su aterrado interlocutor, el teólogo calvinista Blyenbergh: "… Si alguien se da cuenta de que puede vivir de manera más agradable atado a una cruz que sentado a su mesa, será el último de los necios si no se crucifica. Asimismo, quien viera claramente que puede gozar realmente de una vida mejor y más perfecta cometiendo crímenes que practicando la virtud, también sería necio si no lo hiciera, pues los crímenes, respecto a una naturaleza humana pervertida en este modo, serían virtudes. ..."

El bien y el mal universales son conceptos imaginarios. Si se pone entre paréntesis todo orden político, jurídico y moral colectivo, lo único que encontramos son expresiones de las distintas potencias o esencias de los individuos en el orden natural. Esta línea de rechazo de la teleología caracteriza a la tradición materialista más rigurosa, la que, pasando por Spinoza va de los materialistas de la antigüedad, a Machiavello y a Marx. En esta tradición debe también incluirse a Sigmund Freud. Nos apoyaremos en sus lúcidas observaciones sobre la guerra del 14, para determinar la posición, situada más allá del pesimismo y del optimismo antropológicos, que permite el desarrollo de una ética y una política materialistas.

La primera guerra mundial sirve de marco a la reflexión de Freud. La guerra que comienza en 1914 no fue un conflicto más, sino el auténtico laboratorio de la barbarie del siglo XX. La guerra imperialista costó 10 millones de muertes y más de 24 millones de heridos graves y una gigantesca destrucción material. En ella se ensayaron los gases de combate y otros medios técnicos de destrucción masiva de vidas humanas. También se experimentaron poderosos insecticidas que primero se utilizaron para destruir piojos, luego, durante el nazismo, en las cámaras de gas inicialmente destinadas a los discapacitados alemanes y, posteriormente a los judíos y otras razas "inferiores". El trato de millones de seres humanos como carne de cañón, su inmersión en un conflicto tan absurdo en sus motivaciones explícitas como dominado por la razón tecnológica e industrial presagia lo que vendrá después y que se resume en dos topónimos: Auschwitz e Hiroshima. Freud es perfectamente consciente de la dimensión del fenómeno, como persona informada de la actualidad y como clínico que no tardó en recibir a víctimas de traumas bélicos. En un artículo de 1915 (De guerra y muerte. Temas de actualidad. (1915) «Zeitgemässes über Krieg und Tod») realiza una serie de observaciones sobre la guerra y la muerte que resultan aún hoy de gran pertinencia.

La guerra, para Freud, marca el fin de la ilusión progresista en que habían vivido los grandes países europeos. Se acabó en 1914 el sueño cosmopolita o incluso paneuropeo: dos bloques de naciones que figuraban entre las más civilizadas se enfrentan a muerte en una guerra caracterizada por la carencia de escrúpulos y la abundancia y refinamiento técnico del material. Una guerra en la que los códigos morales y cívicos que la civilización había logrado imponer sobre las pulsiones humanas se relajan al extremo abriendo paso a la barbarie en nombre del patriotismo o incluso de una guerra "por la paz" y contra los "belicistas". El Estado revela así, más allá de sus pretensiones de legitimidad, su auténtica cara: "Los pueblos -dirá Freud- están más o menos representados por los Estados que ellos forman; y estos Estados, por los gobiernos que los rigen. El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones ya había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohibe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco." El Estado no es así una fuerza civilizadora y bondadosa: es el titular del monopolio de la violencia. Si pone fin a la violencia privada, lo hace merced a un monopolio de la violencia autogenerado por la propia correlación de fuerzas que con él se establece.

Con todo, la exhibición descarnada de la violencia monopolizada por el Estado sólo puede afectar a los individuos como seres morales en la medida en que ellos mismos también son capaces de violencia y de crueldad. "Tampoco -prosigue Freud- puede asombrar que el aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos rectores de la humanidad haya repercutido en la eticidad de los individuos, pues nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable que dicen los maestros de la ética: en su origen, no es otra cosa que «angustia social». Toda vez que la comunidad suprime el reproche, cesa también la sofocación de los malos apetitos, y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural."

Lo que se denomina "maldad" es ingrediente esencial de la estructura psíquica del hombre. "En realidad -dirá Freud- no hay «desarraigo» alguno de la maldad. La investigación psicológica -en sentido más estricto, la psicoanalítica- muestra más bien que la esencia más profunda del hombre consiste en mociones pulsionales; de naturaleza elemental, ellas son del mismo tipo en todos los hombres y tienen por meta la satisfacción de ciertas necesidades originarias. En sí, estas mociones pulsionales no son ni buenas ni malas. Las clasificamos así, a ellas y a sus exteriorizaciones, de acuerdo con la relación que mantengan con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Ha de concederse que todas las mociones que la sociedad proscribe por malas -escojamos como representativas las mociones egoístas y las crueles- se cuentan entre estas primitivas."

Lo característico de las pulsiones que sirven de base a nuestro psiquismo es su intrínseca ambivalencia y su amplísima plasticidad en cuanto a objetos y metas. Tal es la consecuencia inevitable de la existencia en el mundo del animal que habla, animal cuya peculiar dignidad consiste en carecer de hábitat propio y de instintos adaptados a un entorno vital determinado. La pulsión (Trieb) diferencia definitivamente al hombre del animal. Como aclara Jacques Lacan: "Freud nunca habla de instinto, sino sólo de Triebe (pulsiones). / El Trieb , como algo distinto del movimiento institintivo, es, efectivamente, su coalescencia con el significante que lo especifica." (Jacques Lacan, 1958 - Intervention après l'exposé de S. Leclaire). La inevitable relación de fusión del movimiento instintivo con el significante, instituye un cambio definitivo de terreno. La movilidad y la plasticidad de unas pulsiones liberadas de la naturaleza por el lenguaje abren la posibilidad de que haya historia y diversidad cultural, pero al mismo tiempo introducen una precariedad y una inestabilidad fundamental en todo lo humano. Prosigue así Freud:
"Estas mociones primitivas tienen que andar un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en el adulto. Son inhibidas, guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la persona propia. Formaciones reactivas respecto de ciertas pulsiones simulan la mudanza del contenido de estas, como si el egoísmo se hubiera convertido en altruismo, y la crueldad, en compasión . Favorece a estas formaciones reactivas el hecho de que muchas mociones pulsionales se presentan desde el comienzo en pares de opuestos, una circunstancia bien asombrosa y ajena al conocimiento popular, que ha recibido el nombre de «ambivalencia de sentimientos». Facilísimo de observar y de comprender es el hecho de que, con gran frecuencia, un amor y un odio intensos aparecen juntos en la misma persona. El psicoanálisis agrega que no raras veces las dos mociones de sentimientos contrapuestos toman también por objeto a una misma persona."

En primer lugar, objeto de la ambivalencia afectiva serán las personas más próximas, las más identificadas por el sujeto consigo mismo: "Estos seres queridos son, por un lado, una propiedad interior, componentes de nuestro yo propio, pero, por el otro, también son en parte extraños y aun enemigos. El más tierno y más íntimo de nuestros vínculos de amor, con excepción de poquísimas situaciones, lleva adherida una partícula de hostilidad que puede incitar el deseo inconsciente de muerte." Y es que ese amor a los seres queridos como componentes de nuestro yo propio acarrea consigo mismo la propia ambivalencia e inestabilidad que afecta a la identidad del sujeto. Un sujeto cuya identidad definitivamente inserta en el lenguaje -que siempre es el lenguaje del otro- depende del reconocimiento en el otro y por el otro. De ahí que tenga, respecto de su Yo, "que es un otro" una inevitable relación de amor-odio.

Llega así Freud a su conclusión aparentemente pesimista de que: "si se nos juzga por nuestras mociones inconscientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos." Aparentemente, pero sólo aparentemente estamos aquí ante la premisa pesimista que Carl Schmitt, siguiendo a Hobbes, consideraba propia de toda política. Esto debe, sin embargo, matizarse. Por un lado, lo que Freud formula no es una teoría teológica del pecado, pues de manera explícita sitúa explícitamente las pulsiones fuera del orden teleológico del bien y del mal. Por otra parte, su insistencia en la ambigüedad, en la ambivalencia de las pulsiones que no son ni buenas ni malas, permite situarlas como el cimiento mismo de la civilización, una vez que son moduladas por esta.

La barbarie y la civilización, la crueldad y la bondad tienen así una raíz común. La pulsión instituye en la base del psiquismo y de la civilización humana un elemento de riesgo y de indefinición que es precisamente lo que hace del hombre un animal político. La política es dimensión constitutiva del animal parlante. Intentar con los optimistas antropológicos instituir una sociedad armoniosa con valores unánimemente compartidos, sin antagonismo y sin riesgo equivale a liquidar lo específico del ser humano. Los pesimistas antropológicos, que pretenden neutralizar la intrínseca maldad del hombre mediante la autoridad de un Estado que impone sus normas procuran en último término alcanzar el mismo objetivo. La coincidencia históricamente documentada entre los objetivos de neutralización de la política de los liberales más críticos hacia el Estado como Benjamin Constant y de los regímenes autoritarios, incluidos el fascista y el nacionalsocialista no es casual. En ambos casos se pasa por alto la ambivalencia de las pulsiones para poder declarar al hombre bueno o malo, para confiar en el automatismo del bien o en el del aparato estatal destinado a someter al mal mediante la disciplina y el control. Tanto la economía que, con su autorregulación, expresa de manera más o menos directa el optimismo antropológico, como la policía, cuyo fundamento, como se sabe, es pesimista, son aparatos. Como aparatos funcionan conforme a un saber técnico e ignoran la división y la ambivalencia del sujeto, en otras palabras, su condición política. Reconquistar la condición política más allá de la policía y de la economía es asumir la libertad como riesgo, como posibilidad del mal. El liberalismo ha criticado siempre las posiciones políticas radicales, las que cuestionan los fundamentos del capitalismo como proclives a la dictadura. Puede responderse a esto que aceptar el riesgo de los excepcional, de los extralegal e incluso violento es indispensable para evitar que la dictadura sea la única realidad.