viernes, 24 de marzo de 2017

Notas para una conversación sobre la eternidad spinozista


1. La doctrina de la eternidad, en Spinoza no es separable de sus tesis ontológicas, en concreto de la bipartición orden sustancial-orden modal. De ahí la extraña y aristotélicamente incorrecta definición de la eternidad en el De Deo, como el modo de de existencia propio de una cosa eterna, que se sigue de su definición como tal. Este error formal aparente solo cobra sentido cuando se entiende en el contexto de la bipartición, que reconoce dos modos de existencia: la existencia en y por sí y la existencia en y por otra cosa, la existencia necesaria de la sustancia y la existencia (en sí) contingente del modo.

2. Desde el escolio 2 de la p VII del De Deo, Spinoza repetirá que las mayores dificultades para entender su doctrina sobre Dios proceden de que no se ha distinguido como se debe entre sustancia y modos. De hecho, la importancia estratégica de esta distinción queda subrayada por el hecho de que la primera proposición de la Ética sea el enunciado mismo de este principio: "Una substancia es anterior, por naturaleza, a sus afecciones."

3. En la Carta XII se reitera la necesidad de respetar escrupulosamente este mismo principio a la hora de distinguir entre eternidad, duración y tiempo. Lo que está claro es que la eternidad se opone a la duración como la existencia por sí a la existencia por otra cosa (una existencia "en sí" contingente, aunque no según el orden de la naturaleza, en el cual es necesaria). El tiempo, que sirve para medir, y establece para ello una abstracta relación de equivalencia entre procesos singulares inconmensurables de suyo, no se aplica a la existencia real sea esta necesaria o contingente (en sí). El tiempo es un equivalente universal, como el dinero: es el dinero de la existencia, pero como buen dinero ha perdido, para adquirir su universalidad, cualquier tipo de realidad. Quedan por lo tanto una existencia necesaria, en sí y por sí, y una existencia que denomino "contingente en sí" aunque no absolutamente, que es la de los modos, la de nuestra mente y la de nuestro cuerpo, entre otros.

4. Cuerpo y mente son respectivamente modos de la Extensión y del Pensamiento. Son esencialmente la misma cosa expresada en dos atributos, pero lo importante es que los atributos expresan esencias distintas que constituyen la esencia infinita de Dios. No son la expresión de una esencia divina preexistente que se expresa a través de los distintos atributos. De ahí la diferencia entre el comportamiento de los cuerpos y el de las mentes. Ambos son individuos compuestos, pero sus leyes de composición difieren tanto como las esencias de sus atributos.

5. De la diferencia entre los atributos se debe inferir la posible eternidad de la mente y la imposible eternidad del cuerpo. En los atributos, las dinámicas internas son muy diferentes. Conocemos los modos de individuación específicos del cuerpo y de la mente. El cuerpo se constituye a partir de un entorno preindividual por el encuentro de otros cuerpos y su ligazón en una relación de movimiento y reposo compleja capaz de perpetuarse, de reproducirse. Los cuerpos que intervienen en esa fórmula que determina la esencia del cuerpo no dejan de estar sometidos a la ley de impenetrabilidad de los sólidos: en la Extensión, los cuerpos no se confunden, no forman una esencia que pueda perdurar más allá de la existencia de su fórmula de unión. Un cuerpo no se deduce de otro. La sintaxis de los cuerpos no es la de las ideas.

De los cuerpos quedan los "corpora simplissima" de EII,13, que no son átomos. Epicuro y Lucrecio son herederos de la ousiologia aristotélica y hacen del átomo una forma de la sustancia finita. Para Spinoza, el corpus simplicissimum, como todo cuerpo, es una relación, por simple que esta sea, nunca una sustancia. Los corpora simplicissima de Spinoza se parecerían más a las atomai ideai de Demócrito que a los átomos.

6. La mente funciona de otro modo. Es un individuo complejo también, pero está compuesto de ideas. Ahora bien, esas ideas sí que tienen relaciones lógicas entre sí, desde el momento en que no son ideas imaginarias sino adecuadas y expresan lo común. Las ideas adecuadas, la parte de la idea que soy que es idea adecuada, expesan una esencia eterna y no contingente. La parte de las ideas adecuadas que tengo en cuanto soy una idea compleja es mi parte de etermidad. Eternidad perfectamente singular, pues, aún siendo parte de mi mente, esas ideas conectadas lógicamente entre sí (como partes intra partes, según insiste Matheron), no dejan de ser yo mismo. No hay ningún tipo de inmortalidad, pero sí que hay eternidad, en la medida exacta en que mis ideas adecuadas son expresión necesaria de la potencia infinita y eterna de pensar.

7. Spinoza atribuye una posible eternidad parcial a la "mens humana" porque esta es la única capaz de lo común, precisamente porque es: 1) la de un animal con un cuerpo capaz de afectar y ser afectado de mnera muy variada, y 2) es la mente de una animal social capaz de multiplicar, pero también de socializar sus afecciones. Solo el animal capaz, a la vez de producir su entorno y de hacerlo en el marco de una dimensión social transindividual es capaz a la vez de producir nociones comunes, de participar en las leyes que producen el universo. Estoy convencido de que a Spinoza le hubiera gustado la fórmula de Durruti: "los trabajadores hacemos el mundo". Pero lo hacemos dentro de las leyes del universo del que es parte ese mundo. No somos un "Imperium in imperio".

martes, 21 de marzo de 2017

Spinoza : le point de vue d’un Dieu athée


(Conférence du 21 mars 2017 devant le Cercle Richelieu, à Bruxelles)

Pour justifier mon titre, je me permettrai de commencer mon intervention par la lecture d’un fragment d’un poème de Voltaire qui a pour titre « Les systèmes » :

« Alors un petit Juif, au long nez, au teint blême,
Pauvre, mais satisfait, pensif et retiré,
Esprit subtil et creux, moins lu que célébré,
Caché sous le manteau de Descartes, son maître,
Marchant à pas comptés, s’approcha du grand Être :
« Pardonnez-moi, dit-il en lui parlant tout bas,
Mais je pense, entre nous, que vous n’existez pas.
Je crois l’avoir prouvé par mes mathématiques. »

1. Introduction : une philosophie matérialiste est une philosophie de la traduction

L’ironie suprême de Voltaire a bien saisi le scandale de ce philosophe insolent, « moins lu que célébré » que fut Baruch Spinoza. Baruch qui fut aussi Benedictus ou Bento, Benito ou Benoît, son prénom hébraïque se traduisant dans les langues classiques ou modernes de l’Europe. Le spinozisme est une philosophie de la traduction radicale placée sous le signe de la conjonction explicative latine « sive » : « c’est à dire ». Benedictus, sive Baruch, ou Deus sive Natura. Or, rien de moins innocent que les traductions que nous propose Spinoza, puisque, comme le montre Voltaire avec humour, l’existence de Dieu peut, par exemple, se traduire en son inexistence.

Ce geste philosophique de la traduction radicale est aussi un geste matérialiste : le refus de reconnaître une solidarité d’essence entre le mot, l’idée et la chose. Une idée d’une chose n’est pas une chose : comme Spinoza le dira dans son Traité de la réforme de l’entendement, « l’idée du cercle n’est pas circulaire » ou « l’idée du chien n’aboie pas ». Ce n’est que cette distance de la chose à son idée qui permet également de penser la distance entre le mot et la chose, qui est la condition indispensable de toute traduction. Si le mot collait à la chose, parce que l’idée que le mot exprime communierait lui-même en essence avec la réalité de la chose, les hommes vivraient leurs langues et leur cultures comme des vases clos. La philosophie de Spinoza est, entre autres choses, une pensée de l’ouvert et du traduisible, une pensée du commun des hommes.

Il s’agit bien d’un matérialisme. Ni Kant ni Fichte ne se sont trompés sur le compte de Spinoza : ils y ont reconnu l’opposé de tout idéalisme possible, un matérialisme transcendantal. Si l’idéalisme affirme que le Moi est originaire et le Non-moi est dérivé, le matérialisme sera la thèse contraire, celle qui fait du sujet, non une origine mais un effet. Spinoza est sans doute le grand penseur de référence du matérialisme moderne dans la tradition européenne. Il est à ce titre un penseur étonnant, que le philosophe marxiste Antonio Negri qualifie d’ « Anomalia selvaggia » et dont Louis Althusser, un des grands responsables du renouveau spinoziste des années 70 en France, a dit que sa philosophie était « la plus grande révolution philosophique de tous les temps ». Ce caractère extraordinaire de sa philosophie ne tient pas à la nouveauté de son vocabulaire qui est celui de la philosophie et de la théologie scolastique et cartésienne, mais à la re-signification qu’il opère sur les principaux termes de cette tradition philosophique, celui de Dieu, bien sûr, y compris. D’autre part, contrairement à la plupart des penseurs matérialistes qui sont souvent des immoralistes ou des libertins, Spinoza se pose en priorité un problème que ceux-ci délaissent : celui de la bonne vie et du salut.



2. L’anomalie Spinoza : coordonnées historiques et biographiques

Quel est donc cet étrange personnage qui a été à la fois abhorré comme un monstre et présenté comme un modèle de sagesse ? Cet « athée de système » comme l’appelle Pierre Bayle, qui est aussi un « athée vertueux » comme le reconnaît son biographe, le pasteur Colerus ? Une gravure d’époque présente son portrait avec la légende « Iudaeus et atheista », joignant ainsi l’anti-religion à une dénomination confessionnelle. Une autre gravure nous le montre sous les traits d’un révolutionnaire populaire, ce Massaniello, pécheur du port de Naples qui avait pris la tête d’ une révolte populaire contre le gouverneur espagnol. Juif il l’était de son origine, ce Baruch Spinoza ou Despinoza. Un juif qui appartenait à une communauté singulière dont il convient de dire quelques mots. Spinoza est d’abord, par son origine, un Sépharade, un Juif d’Espagne ou du Portugal, appartenant donc à cette culture juive particulière qui s’était développée dans la péninsule ibérique dès l’Antiquité, puis traversa les siècles de l’Espagne wisigothe, puis musulmane, pour arriver à cette Espagne « des trois cultures » dont les symboles sont la ville de Tolède et le roi Alphonse X de Castille. Ce judaïsme a donné à la culture juive un grand philosophe et théologien comme Maïmonide, le Saint Thomas d’Aquin de la religion israélite, ou ce grand matérialiste « aristotélicien de gauche » -selon Ernst Bloch- que fut Ibn Gabirol, Avicébron pour les Latins, ou plus tard, ce grand penseur et poète néoplatonicien de la Renaissance que fut Léon Hébreu, l’auteur des Dialogues d’amour sans parler des Kabbalistes que Spinoza appréciait peu, mais qui eurent un grand rôle dans la culture européenne. Malheureusement cette culture judéo-hispanique de très longue tradition fut brisée par la création par les Rois Catholiques d’un État moderne qui, dans un souci de contrôle des esprits, fit de la religion catholique la seule acceptée et aboutit, en 1492, l’année de la découverte de l’Amérique, à l’expulsion des Juifs du royaume d’Espagne.

Beaucoup se retrouvèrent dans l’autre rive de la Méditerranée, au Maroc ou dans d’autres régions du Maghreb, ou bien dans les domaines du Grand Turc. D’autres s’installèrent au Portugal où le roi leur accorda une tolérance intéressée, mais furent contraints postérieurement à se convertir au catholicisme par la contrainte. Beaucoup de ces nouveaux convertis, ne pouvant tolérer la violence faite a leur conscience quittèrent le Portugal pour les Pays-Bas. Ils y furent accueillis, mais non sans conditions. Un décret des autorités de Hollande, inspiré par un avis juridique (remonstratie) de Hugo Grotius admis les Juifs à condition qu’ils se constituent formellement en communauté religieuse israélite, suivant la règle générale d’une société structurée par le principe des piliers (verzuiling). Cette normalisation religieuse de la communauté juive ibérique ne fut pas tache facile. La plupart de ces Juifs avaient vécu extérieurement en chrétiens en Espagne et au Portugal et ignoraient tout du dogme israélite. Ils durent donc, très vite, se constituer en communauté religieuse, alors que l’identité de beaucoup d’entre eux était demeurée ambiguë, puisque de longues années de simulation de la foi chrétienne les avait éloignés du judaïsme sans pourtant les approcher intimement de la nouvelle foi imposée. Certaines de ces consciences déchirées virèrent même ver le libertinisme, à l’instar de ces cas célèbres qui furent celui du docteur Juan de Prado ou de ce personnage tragique que fut Uriel da Costa, contraint au suicide face au choix entre sa conscience personnelle de dissident matérialiste juif et une appartenance communautaire qui l’obligeait à embrasser le dogme rabbinique, sous peine de ne plus avoir de moyens de subsistance ni la moindre chance de se marier.

Le jeune Baruch était né dans une famille aisée de petits commerçants qui importaient agrumes et fruits secs de la péninsule. Il vivait à quelques pas de la maison de Rembrandt dans un quartier qui n’était pas uniformément juif du centre d’Amsterdam. Il reçut une formation religieuse dans l’école rabbinique et fut très apprécié de ses maîtres pour son talent dans l’interprétation de l’Écriture, mais il était, en même temps, déjà en contact avec des dissidents religieux juifs et chrétiens dont il s’était approprié certaines thèses. C’est ainsi qu’un rapport d’agents secrets de l’Inquisition venus enquêter sur les hérétiques d’Amsterdam fit état d’un « fulano de Spinoza », Untel Spinoza qui dit que « Dieu n’existe que philosophalement. » Il connut ainsi un détachement progressif de la foi religieuse représenté par l’image du jeune Spinoza affichant à la synagogue un petit sourire philosophique pendant les offices. Il faut ajouter à cela qu’il se donna une formation européenne en apprenant le latin et la philosophie cartésienne chez l’ex-jésuite Franciscus Van den Enden. Ces différents éléments de crise mûrirent pour précipiter, près la mort de son père, Miguel, l’éloignement définitif de Bento de la synagogue, qui, du côté des autorités fut marqué par son excommunication solennelle (herem), assortie de toutes les menaces et malédictions du rituel.

Expulsé de la communauté religieuse juive, Spinoza se trouvait en marge d’une société organisée sur la base des piliers (verzuiling). N’étant plus juif, il n’était pas pour autant devenu chrétien. Et pourtant, l’image de Spinoza comme un philosophe solitaire, éloigné de la société des humains est fausse. Dès le début de sa nouvelle existence hors d’Amsterdam, Spinoza fut en relation avec un cercle assez large de personnes, aux Pays-Bas et à l’étranger dans lequel on comptait le chimiste britannique Boyle, Oldenburgh, le secrétaire de la Royal Society de Londres ou, vers la fin de sa vie, Leibniz. Il était également en contact avec des personnages politiques de premier plan comme Jan de Witt, le Grand Pensionnaire républicain de Hollande ou son frère. Son cercle proche était cependant composé de dissidents, surtout des dissidents de la réforme calviniste, les arminiens ou collégiants et d’autres « chrétiens sans église » dont L. Kolakowski nous a livré l’histoire.

Spinoza connecte dès le début sa propre rupture religieuse avec d’autres ruptures dissidentes, en créant un véritable cercle qui sera un espace de liberté en rupture. Ce cercle sera un réseau de relations intellectuelles, mais aussi un cercle d’amis dont la correspondance de Spinoza nous porte témoignage. Ce penseur faussement solitaire partage sa solitude et la rend en quelque manière universelle. Sa solitude a pour contenu une recherche partagée sur une réalité qui n’a plus un sens immédiat, socialement reconnu. Le monde est à reconstruire à partir d’une solitude paradoxale, qui, comme celle de Dieu, n’est pas un isolement mais la capacité même de construire et de penser librement une trame infinie de relations. Si la solitude de Descartes avait dirigé le penseur vers Dieu comme le garant ultime de toute vérité, celle de Spinoza le portera vers le monde, vers l’univers ouvert de la science et de la philosophie, mais aussi de la politique et de l’histoire, par opposition au monde clos de la religion qui est dominé par le préjugé téléologique, l’idée que l’univers est régi par des causes finales et, en dernier ressort par la volonté d’un Dieu conçu comme un souverain. Nous essaierons ici de montrer comment Spinoza s’est efforcé de se placer à ce point de vue totalement original qui est celui de Dieu, un point de vue d’où tout est visible et connaissable sauf ce Dieu qui serait transcendant à l’univers et aux humains et leur donnerait des lois. De ce point de vue de Dieu, nous reconnaîtrons que Dieu est nécessairement athée.


3. La philosophie spontanée de la conscience : le cercle des ignorances

Dans le but que nous nous sommes donnés, il nous faudra commencer par lire une partie de l’Éthique, la grande œuvre de Spinoza qui a la réputation d’être « difficile » à cause des concepts qui s’y déploient, mais aussi en raison de l’ordre de démonstration dont Spinoza se sert : l’ordre géométrique, celui de la géométrie d’Euclide, un ordre formel strict qui démontre des propositions sur les figures et leurs propriétés en les « produisant » à partir de définitions et de notions communes ou axiomes. La première partie de l’Éthique démontre -nous reprenons le résumé de Spinoza- que « Dieu existe nécessairement, qu’il est unique ; qu’il est et agit par la seule nécessité de sa nature ; qu’il est la cause libre de toutes choses ; et en quelle manière il l’est, que tout est en Dieu et dépend de lui de telle sorte que rien ne peut ni être ni être conçu sans lui ; enfin que tout a été prédéterminé par Dieu, non certes par la liberté de la volonté, autrement par un bon plaisir absolu, mais par la nature absolue de Dieu, c’est à dire sa puissance infinie. » (Appuhn1, p.61) Voilà produite une série de thèses qui sont celles d’une philosophie de l’immanence absolue, mais des thèses formulées en faisant intervenir le grand signifiant traditionnel de la transcendance religieuse ou philosophique : Dieu. La première partie de l’Éthique sera une reformulation, une redéfinition, une nouvelle production du concept de Dieu qui va à l’encontre de toutes les évidences de la religion, des idéologies ou des philosophies courantes. Un Dieu qui est à la fois cause libre de toutes choses par sa puissance qui s’identifie à la nécessité de sa nature n’est pas quelque chose d’immédiatement compréhensible. Pour ce faire, il faut en produire le concept, mais cette production rencontre elle-même certains obstacles dans les préjugés, dans le massif de représentations idéologiques qui est le cadre général de notre vie et qui constitue notre conscience.

Spinoza s’efforcera d’exposer dans l’appendice de la Partie I de l’Ethique (De Deo, de Dieu) pourquoi les démonstrations de cette partie du livre ne sont pas évidentes malgré leur vérité. Pour cela, il ne fera pas appel à la simple ignorance, à un prétendu vide de savoir. Pour Spinoza, il n’y a pas de vide dans la nature, ni au niveau des corps, ni au niveau des idées. Ce qui fait obstacle à la production du vrai est une réalité celle d’un « monde » vécu de préjugés cohérents entre eux qui constituent à la fois notre conscience immédiate de nous-mêmes et des choses, et une relation imaginaire à nos conditions d’existence réelles. La fermeture sur elle-même que suppose la conception du monde immédiate ne pourra être dépassée que par la production d’autres concepts qui, eux, ne dérivent pas des notions imaginaires d’une conscience naïve et dont le modèle est cet appareil de production de vérités au moyen d’autres vérités que nous apporte la première science que l’humanité ait jamais découverte : la géométrie.

Laissons donc Spinoza nous exposer le principe de cet univers qui est le notre, le préjugé qui lui sert de base, qu’il énonce comme suit : « les hommes supposent communément que toutes les choses de la nature agissent, comme eux-mêmes, en vue d'une fin, et vont jusqu'à tenir pour certain que Dieu lui-même dirige tout vers une certaine fin ; ils disent, en effet, que Dieu a tout fait en vue de l'homme et qu'il a fait l'homme pour que l'homme lui rendît un culte. » (Appuhn, 61). Ce préjugé, à son tour, repose sur deux faits qu’il est aisé de constater : «  il suffira pour le moment de poser en principe ce que tous doivent reconnaître : que tous les hommes naissent sans aucune connaissance des causes des chose, et que tous ont un appétit de rechercher ce qui leur est utile, et qu’ils en ont conscience. De là suit : I° que les hommes se figurent être libres, parce qu’ils ont conscience de leurs volitions et de leur appétit et ne pensent pas, même en rêve, aux causes par lesquelles ils sont disposés à appéter et à vouloir, n'en ayant aucune connaissance. Il suit : 2° que les hommes agissent toujours en vue d'une fin, savoir l'utile qu'ils appètent. D'où résulte qu'ils s'efforcent toujours uniquement à connaître les causes finales des choses accomplies et se tiennent en repos quand ils en sont informés, n'ayant plus aucune raison d'inquiétude. » (Appuhn, 62).

Spinoza décrit ainsi le cadre d’une ontologie imaginaire de base : le sujet libre qui règles sa conduite sur des fins et des choses qui, également, se trouvent ordonnées à des fins, que ce soient celles de l’homme ou celles, plus obscures, de Dieu. Ceci s’accompagne d’une épistémologie, d’une doctrine sur la connaissance qui est entièrement axée sur la question de la finalité. Elle ne se pose donc pas la question « Qu’est-ce que c’est ? » ou « Comment cela s’est-il produit ? » qui seraient les questions de l’essence et de la cause, mais sur la seule question « À quoi ça sert ? »

Pour faire comprendre les effets de ce décalage entre notre conscience de notre propre désir et de ses objets et l’ignorance de leurs causes, Spinoza nous raconte une brève histoire qui est celle de notre conscience, mais aussi celle qui est à la base des religions et de la plupart des philosophies. Cette histoire commence par une rencontre : « Comme, en outre, ils trouvent en eux-mêmes et hors d'eux un grand nombre de moyens contribuant grandement à l'atteinte de l'utile, ainsi, par exemple, des yeux pour voir, des dents pour mâcher, des herbes et des animaux pour l'alimentation, le soleil pour s'éclairer, la mer pour nourrir des poissons, ils en viennent à considérer toutes les choses existant dans la Nature comme des moyens à leur usage. »(Appuhn, 62). Le préjugé finaliste s’inscrit en nous avec l’évidence de ce qui nous est le plus proche «des yeux pour voir, des dents pour mâcher », de notre corps même conçu comme un ensemble d’instruments disposés en vue d’une fin. De proche en proche, c’est la nature tout entière qui est vue comme ordonnée à l’utilité de l’homme.

Or, comme il se trouve que ces prétendus moyens disposés en vue des fins humaines n’ont pas été produits par les hommes, « ils ont tiré de là un motif de croire qu'il y a quelqu'un d'autre qui les a procurés pour qu'ils en fissent usage. Ils n'ont pu, en effet, après avoir considéré les choses comme des moyens, croire qu'elles se sont faites elles-mêmes, mais, tirant leur conclusion des moyens qu'ils ont accoutumé de se procurer, ils ont dû se persuader qu'il existait un ou plusieurs directeurs de la nature, doués de la liberté humaine, ayant pourvu à tous leurs besoins et tout fait pour leur usage. N'ayant jamais reçu au sujet de la complexion de ces êtres aucune information, ils ont dû aussi en juger d'après la leur propre, et ainsi ont-ils admis que les Dieux dirigent toutes choses pour l'usage des hommes afin de se les attacher et d'être tenus par eux dans le plus grand honneur ; par où il advint que tous, se référant à leur propre complexion, inventèrent divers moyens de rendre un culte à Dieu afin d'être aimés par lui par-dessus les autres, et d'obtenir qu'il dirigeât la Nature entière au profit de leur désir aveugle et de leur insatiable avidité. » (Appuhn, 62) Nous assistons donc à la projection généralisée du désir humain sur l’ensemble de la nature, mais aussi sur la cause supposée de celle-ci : les Dieux ou recteurs de la nature. Nous avons ainsi, à côté d’une ontologie naïve, une théologie naïve également fondée sur l’imagination.

Le problème de cette théologie est sa grande fragilité, le fait que bien des rencontres d’une vie humaine semblent contredire l’idée que le monde ait été créé pour l’homme : «  Parmi tant de choses utiles offertes par la Nature, ils n'ont pu manquer de trouver bon nombre de choses nuisibles, telles les tempêtes, les tremblements de terre, les maladies, etc., et ils ont admis que de telles rencontres avaient pour origine la colère de Dieu excitée par les offenses des hommes envers lui ou par les péchés commis dans son culte ; et, en dépit des protestations de l'expérience quotidienne, montrant par des exemples sans nombre que les rencontres utiles et les nuisibles échoient sans distinction aux pieux et aux impies, ils n'ont pas pour cela renoncé à ce préjugé invétéré. Ils ont trouvé plus expédient de mettre ce fait au nombre des choses inconnues dont ils ignoraient l'usage, et de demeurer dans leur état actuel et natif d'ignorance, que de renverser tout cet échafaudage et d'en inventer un autre. » (Appuhn 62)

C’est ainsi que procède cette véritable méthode circulaire de recherche qui va de l’ignorance à l’ignorance. Spinoza reprendra pour l’illustrer un exemple célèbre de la Physique d’Aristote :  « Si, par exemple, une pierre est tombée d'un toit sur la tête de quelqu'un et l'a tué, ils démontreront de la manière suivante que la pierre est tombée pour tuer cet homme. Si elle n'est pas tombée à cette fin par la volonté de Dieu, comment tant de circonstances (et en effet il y en a souvent un grand concours) ont-elles pu se trouver par chance réunies ? Peut-être direz-vous cela est arrivé parce que le vent soufflait et que l'homme passait par là. Mais, insisteront-ils, pourquoi le vent soufflait-il à ce moment ? pourquoi l'homme passait-il par là à ce même instant ? Si vous répondez alors : le vent s'est levé parce que la mer, le jour avant, par un temps encore calme, avait commencé à s'agiter ; l'homme avait été invité par un ami ; ils insisteront de nouveau, car ils n'en finissent pas de poser des questions : pourquoi la mer était-elle agitée ? pourquoi l'homme a-t-il été invité pour tel moment ? et ils continueront ainsi de vous interroger sans relâche sur les causes des événements, jusqu'à de que vous vous soyez réfugié dans la volonté de Dieu, cet asile de l'ignorance. »

Or ce théâtre de l’ignorance, qui n’est pas du tout un vide, mais un monde, celui que nous vivons d’ordinaire et, également, notre forme de vie la plus commune produit bien sûr des effets dans la pratique : d’abord, des effets de soumission aux Dieux, mais dans un deuxième moment, quand le préjugé s’organise en discours et en méthode d’argumentation par l’ignorance, la soumission aux Dieux devient soumission à des hommes, aux prêtres et aux souverains de ce monde. La superstition, cette volonté de faire de l’ignorance, non une limite naturelle de la connaissance, mais une connaissance effective, se donne un cadre social qui la reproduit avec des interprètes officiels de la volonté de Dieu et des gouvernants qui gouvernent au nom de Dieu. La principale expression politique de ce régime superstitieux est celle qui nous présente le pouvoir comme le plus éloigné de la multitude des citoyens : la monarchie. La monarchie est pour Spinoza, ce penseur républicain même en métaphysique, l’aboutissement politique de la superstition, cette véritable aliénation par laquelle le désir des individus était transféré dans une supposée volonté divine. Dans la matrice théologico-politique du pouvoir, la superstition est entretenue par le pouvoir, mais en même temps, elle en est le soutien principal. Comme le dira Spinoza dans le Traité théologico-politique : « Mais si le grand secret du régime monarchique et son intérêt majeur est de tromper les hommes et de colorer du nom de religion la crainte qui doit les maîtriser, afin qu'ils combattent pour leur servitude, comme s'il s'agissait de leur salut, et croient non pas honteux, mais honorable au plus haut point de répandre leur sang et leur vie pour satisfaire la vanité d'un seul homme, on ne peut, en revanche, rien concevoir ni tenter de plus fâcheux dans une libre république, puisqu'il est entièrement contraire à la liberté commune que le libre jugement propre soit asservi aux préjugés ou subisse aucune contrainte. »  (T.th-p, II. 7)

On comprend mieux désormais l’enjeu surtout pratique de la philosophie de Spinoza, dont l’ouvrage principal ne s’appelle pas par hasard « Ethica ». Il s’agit de sortir de ce cercle vicieux de la conscience finaliste qui ne voit dans la nature que des fins et des sujets libres, dans la mesure où s’y articulent la conscience du désir et l’ignorance des causes. Dans ce discours théologique ou théologico-politique, la connaissance par les causes est remplacée par le jugement moral ou par d’autres jugements de valeur sur la nature ou sur les hommes qui fonctionnent sur la base d’oppositions binaires : bon-mauvais, beau-laid, ordonné-désordonné. Comment sortir de ce déliré ordonné (au double sens du terme) et entrer dans le savoir des causes ?

4. La sortie du labyrinthe : la traduction de la conscience à la science

Spinoza nous donne une première et précieuse indication : « Ils ont donc admis comme certain que les jugements de Dieu passent de bien loin la compréhension des hommes : cette seule cause certes eût pu faire que le genre humain fût à jamais ignorant de la vérité, si la mathématique, occupée non des fins mais seulement des essences et des propriétés des figures, n'avait fait luire devant les hommes une autre norme de vérité ; outre la mathématique on peut assigner, d'autres causes encore (qu'il est superflu d'énumérer ici) par lesquelles il a pu arriver que les hommes aperçussent ces préjugés communs, et fussent conduits à la connaissance vraie des choses. » (Appuhn, 63)

Il existe donc un moyen de sortir de ce labyrinthe spéculaire où l’ignorance de l’homme se reflète dans une ignorance d’un ordre supérieur qui se nomme « volonté » de Dieu. Un moyen qui a déjà été pratiqué, mais que pourrait aussi être profitable hors de son domaine d’application initial. Face à un monde qui se révélerait à nous comme un ensemble de fins qui demanderait à être lu ou interprété comme un texte ; il est possible de concevoir le monde et Dieu lui-même comme quelque chose dont le concept peut être construit et dont les propriétés peuvent être démontrées, comme une réalité qui peut se comprendre par des causes.

On n’abandonne pas, cependant, ces objets dont nous parle cette première ontologie téléologique, mais on soumet leur connaissance à une rectification qui nous permettra de sortir du cercle des évidences qui ne sont que les nôtres et qui ne peuvent donc ni se traduire ni être vraiment partagées, pour fonder notre connaissance sur des notions communes qui sont toujours vraies, ne dépendant pas des rencontres que nos faisons mais de ce que nous sommes en tant que corps et esprits faisant partie d’une nature commune. Une nature qui ne s’unifie pas sous le commandement d’un Dieu extérieur, mais par la puissance commune qui s’y exprime, qui est elle-même identique à l’essence et à la puissance de Dieu. Il n’y a pas de doute méthodique ni métaphysique chez Spinoza, pas de scepticisme comme étape nécessaire à l’acquisition du vrai. Seule la puissance de l’entendement (potentia nativa intellectus) exprimée par la puissance de l’idée vraie « que nous avons » (habemus enim ideam veram) tient lieu de méthode. Cette méthode du vrai, cette progression du vrai à partir du vrai sera la seule à même de libérer l’esprit de la connaissance imaginaire et de produire un savoir vrai. Ce savoir vrai sera aussi un savoir sur son autre (verum index sui et falsi : le vrai est l’indice de soi-même et du faux) sur la connaissance imaginaire qui, à la fois empêche l’éclosion du vrai et sert à celui-ci de matière première, de sol.

La méthode de l’Éthique est donc polémique, puisqu’elle oppose des thèses et des normes de vérité différentes, mais en même temps elle investit les notions de son autre imaginaire pour leur donner un autre sens, rationnel. Le centre de la forteresse théologique et politique autour de laquelle s’organise l’espace de l’univers téléologique, du monde donc tel que nous l’imaginons ou le vivons, est le concept de Dieu. Dieu est donc le premier objet sur lequel l’Éthique va se pencher, pour ensuite aborder l’esprit humain et les passions humaines et nous offrir une perspective de salut rationnel. Dieu, dans le cadre de l’ordre géométrique n’est pas un objet qui nous est donné, l’objet d’une expérience, mais, conformément à la discipline euclidienne, l’objet d’une définition : « J'entends par Dieu un être absolument infini, c'est-à-dire une substance constituée par une infinité d'attributs dont chacun exprime une essence éternelle et infinie. » (EI, def VII)

Dieu est donc défini. Il est avant tout une substance. La substance, est, pour toute la métaphysique d’origine aristotélicienne et cartésienne, le nom de toute réalité séparée, de toute chose à laquelle nous pouvons attribuer des qualités ou de laquelle nous pouvons prédiquer des attributs. Une substance est, par exemple, une de ces réalités qui se présentent à notre conscience comme porteuses d’une finalité, comme « les dents pour mâcher ou les yeux pour voir ». D’après cette conception imaginaire de la substance, nous mêmes nous sommes des substances, puisque nous percevons notre propre existence comme séparée grâce à la conscience que nous avons de notre volonté libre. C’est la projection d’un désir ignorant de ses causes qui sert de modèle à tout un univers composé d’objets (ou de sujets) indépendants et caractérisés par une fin.

La définition de Dieu comme substance infinie viendra cependant bouleverser ce cadre téléologique commun aux métaphysiques naïves de l’imagination, aux religions et aux métaphysiques savantes. Si Dieu est une substance infinie, plus rien d’autre ne peut le limiter, surtout pas la réalité finie. Si Dieu était distinct de la réalité finie et extérieur à elle, celle-ci limiterait l’infinité divine et rendrait l’infini fini. Il ne peut donc pas exister d’infini transcendant. Par conséquent, les réalités finies sont comprises en Dieu et ne sont pas des substances. Ce sont des expressions finies de Dieu que Spinoza appelle des « modes ».

C’est dans les modes que s’exprime l’essence infinie de Dieu : l’infini s’exprimant comme une infinité de finitudes. En outre, ces modes appartiennent à Dieu en tant qu’il exprime une essence infinie. Or cette essence se décline en une infinité de registres qualitatifs de l’être irréductibles entre eux. Les réalités différentes qui se conçoivent comme infinies, telles la Pensée ou l’Étendue, conviennent à Dieu et en constituent les infinis attributs. Les attributs constituent Dieu, autrement dit, ils l’expriment sans résidu : Dieu n’est que l’infinité de ses attributs. Il n’y a donc pas de distinction réelle entre la substance et les attributs. Mais Dieu ne s’exprime que dans une infinité de modes finis correspondant aux différents attributs. Il n’y a pas de Dieu transcendant au monde fini, mais il n’y a pas de réalité finie qui ne soit l’expression de l’essence et la puissance de Dieu à un certain degré (c’est le sens originaire de modus en latin : degré ou quantité). Si la réalité finie n’est pas substantielle, elle est nécessairement en Dieu. Dieu, nous dit Spinoza : « est cause immanente mais non transitive de toutes choses. » (EI, p. 18), ce qui veut dire que, en Dieu -en Dieu, qui s’exprime en une infinité de réalités finies- chaque chose se constituera à travers des rencontres qui pourront configurer des relations complexes, stables et capables de durer, que Spinoza appelle des « individus ». Ce qui se présentait avant, dans notre ontologie naïve comme une chose, se présente comme une relation complexe, déterminée par des causes, mais capable également de produire ses propres effets. Tout ce qui existe s’affirme activement dans l’être et fait partie de l’affirmation absolue qu’est Dieu. En cela, nous, qui ne sommes pas des substances, n’avons comme substance que Dieu lui-même. Nous sommes Dieu. Spinoza dira « Deus quatenus », Dieu en tant que Pierre, Marie ou Paul ou ce chien, ce caillou, ce nuage…



Conclusion : le vertige de la liberté

Au terme de cette traduction du langage de l’imagination dans celui de l’entendement, les entités de l’univers finaliste sont vues comme des parties d’une nature infinie identique avec Dieu qui, n’étant pas des substances sont des nœuds de relations. La géométrie, la mathématique en général, ne connaissent que des entités constituées par des relations. Ces relations sont, en outre, causales, productives : elles déterminent l’existence ou l’inexistence d’un être fini. L’univers de Spinoza n’est pas soumis au bon vouloir d’un Dieu monarque, mais aux lois immanentes de la nature. Or ce déterminisme du complexe, où toute détermination est à son tour déterminée par une infinité de causes (surdétermination), est aussi l’espace d’une liberté effective. Il s’agit d’une liberté qui ne s’exprime pas dans le choix, mais dans l’action, dans l’agir qui est en chacun de nous la puissance absolue de Dieu. Ni Dieu ni l’homme ont dans ce contexte un fondement, une garantie : Dieu, à l’instar de toute réalité active où Dieu exprime son essence, sont des affirmations absolues. La théologie chrétienne dit de chacune des personnes de la Trinité qu’elle est « anarchos », sans principe, mais également sans garantie. Cette liberté anarchique et immanente aux corrélations de forces de la nature nous donne un certain vertige. Cette liberté nous situe dans le point de vue du Dieu que nous sommes, ce Dieu qui n’a pas de Dieu ni d’ordre moral au dessus de lui, ce Dieu libre et athée.

1Toutes nos références à l’Éthique sont faites à partir de la traduction de Charles Appuhn, Spinoza, Oeuvres (4 volumes), Traduction notices et notes par Ch. Appuhn, Paris, Garnier, 1965. Le volume 3 correspond à l’Éthique.

miércoles, 8 de marzo de 2017

Reflexiones para un día de la mujer trabajadora



Es fundamental entender que la opresión de las mujeres, al igual que el racismo o las ideologías de la "normalidad" sexual forman parte de modos de dominación distintos del capitalismo y, en gran parte, heredados de otras estructuras sociales. Es cierto que el capitalismo podría en su forma ideal funcionar sin la opresión de la mujer, el sexismo, el colonialismo, etc., pero el hecho es que el capitalismo histórico, el realmente existente, siempre se ha valido de estas formas de dominación como "externalidades", en la práctica necesarias para su constitución y perpetuación.

De ahí que la lucha de las mujeres sea una lucha autónoma respecto de la lucha contra la dominación del capital, pero que la liberación de las mujeres sea también un elemento fundamental dentro de la transformación del estado de cosas actual que no solo consiste en superar el capitalismo. Igual que la lucha proletaria contra la explotación capitalista, la lucha de las mujeres no es una lucha por la igualdad, sino por la transformación radical de las instituciones de dominación. La igualdad puede y debe reclamarse cuando no exista, pero no hay que olvidar que la igualdad de los contratantes es el fundamento mismo del derecho de una sociedad mercantil como la nuestra y que lograrla no cambia la realidad material. Puede haber una perfecta igualdad de las mujeres o de los trabajadores con los individuos y categorías que integran el resto de la población sin que por ello desaparezcan la opresión y la explotación, pues estas no se dan en el plano del derecho y tampoco se resuelven en dicho plano.

Lo mismo cabe decir de otras diferencias convertidas en resortes de dominación como las diferencias basadas en rasgos físicos distintos de los sexuales (razas, minusvalías, etc.): solo una lucha temática autónoma puede acabar con estas formas de opresión, nunca reductibles a la lucha de clases. Como señala Ellen Meiksins Wood, el capitalismo real no funciona nunca sin explotar como externalidades positivas para él otras formas de dominación (racismo, sexismo, etc.). Más aún, el capitalismo necesita para existir explotar formas de cooperación social preexistentes, que no suponen ninguna dominación como las relaciones lingüísticas, simbólicas o afectivas que hacen que una sociedad sea una sociedad. Como explica Marx en el capítulo del Capital sobre la cooperación, el capital no solo explota al trabajador individual sino el trabajo asociado, con el agravante de que ni siquiera lo paga formalmente.

Lo mismo puede decirse del trabajo reproductivo y afectivo que, hasta nuestros días, hacen prioritariamente las mujeres fuera del ámbito de la economía productiva delimitado por las relaciones de producción capitalistas. El capital explota al trabajador, pero para hacerlo solo lo trata formalmente, jurídicamente, como un átomo de la sociedad, mientras que la explotación real, la históricamente existente, afecta al conjunto de la fuerza de cooperación social que incluye el lenguaje, los afectos, el conocimiento, la capacidad de reproducción física, etc. Todos estos aspectos quedan fuera del análisis del modo de producción capitalista hecho por Marx y constituyen, sin embargo, el entorno necesario de este sistema.



Podría concebirse una victoria política de los trabajadores que se saldara por la constitución de una asociación libre de trabajadores libres, pero que dejara en sus márgenes espacios de exclusión y de dominación, al modo en que en la democracia griega antigua podían convivir un espacio político de los ciudadanos libres e iguales y un espacio económico (del hogar) basado en la desigualdad entre hombres y mujeres y personas libre y esclavos. Podría haber un comunismo patriarcal y racista, pero, obviamente, este comunismo no podría ser democrático pues mantendría un reparto permanente del poder y la riqueza incompatible con la democracia. La democracia, si es algo, es un proceso siempre abierto de integración de las partes excluidas. Tal proceso es indispensable en un comunismo no opresivo. Pero esto no basta, pues la democracia, a su vez se basa en la capacidad de acción autónoma, de resistencia y de afirmación de los distintos sectores de la multitud y no solo en un reconocimiento formal de derechos.

El problema de la lucha por la libertad es ciertamente complejo, pero no debemos abandonar ninguno de sus cabos. Se aplican a esta dificultad que es propia de todo lo valioso en una existencia humana, las últimas palabras de la Ética de Spinoza: "Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro."