miércoles, 23 de marzo de 2011

Ni satisfechos ni estúpidos: la intervención militar occidental en Libia y las perplejidades de la izquierda



"Sattisfatti e stupidi"
(satisfechos y estupefactos)
Maquiavelo, el Príncipe, VII


Las revoluciones árabes habían empezado demasiado bien. Dos déspotas añejos como Ben Alí y Mubarak cayeron rápidamente, como frutas maduras o, más bien podridas, cuando sus ejércitos, viendo crecer la presión popular, prefirieron evitar un baño de sangre e intentar conservar una posición de control y tutela sobre la transformación democrática. Pareció por un momento que la palabra mágica "dégage" ("lárgate" o "ábrete", en el francés coloquial de la juventud postcolonial) hubiera hecho huir a los dictadores. La fórmula pareció buena y fue extendiéndose por el mundo árabe: Yemen, Bahrein, Jordania, Siria e incluso Argelia y Marruecos. Sin olvidar Iraq.

Todos estos países tienen en común el haber vivido bajo regímenes neocoloniales una vez acabada la tutela occidental que se prolongó durante la primera mitad del siglo XX. Los poderes coloniales fueron sustituidos entre los años 50 y 60 por regímenes de diverso tipo (monarquías tradicionales, repúblicas nacionalistas, teocracias etc.) que, una vez fracasado el desarrollismo de los años 70, se limitaron a gestionar los intereses de las antiguas potencias coloniales y de las oligarquías internas. Para ello se sirvieron de los métodos clásicos de toda dominación colonial: la corrupción generalizada y la violencia. En este sentido, Israel es sólo una variante más clásicamente colonialista, más cercana a lo que fue, por ejemplo la Argelia francesa, de ese tipo general de régimen árabe neocolonial. Basta escuchar a los dirigentes de la derecha israelí que afirman tratar a los árabes igual que los dirigentes de sus propios países, o al inefable Gadafi, que recientemente se colocaba en esta misma línea sosteniendo que entraría en Bengasi "como Franco entró en Madrid" y que reprimiendo las revueltas contra su régimen hacía "lo mismo que los israelíes en Gaza". No sabe el coronel hasta qué punto tiene razón al parangonar su violencia con la del brutal general "africanista" que exportó a la península ibérica la brutalidad racista que él mismo practicó en Marruecos, o con la de los sionistas en Palestina.

La retórica de cada régimen e incluso la historia de cada país puede haber sido diferente, pero la función geopolítica de estos regímenes era básicamente la misma, en particular desde el momento, en los años 70, en que se convirtieron en agentes directos de la "acumulación por expropiación" que caracteriza según Harvey al modelo neoliberal. De Mohamed VI a Gadafi, pasando por Mubarak o Ben Alí, los elementos comunes prevalecen sobre las diferencias. Tal vez sea esto lo que explique la coincidencia de los distintos procesos, coincidencia que recuerda poderosamente a la que también se pudo comprobar durante la ola de cambio de América Latina. Es, sin duda un complot imperialista lo que está detrás de todos estos acontecimientos, pero es un viejo complot: es el que, en complicidad con las oligarquías árabes y con Israel, hizo de los dirigentes políticos árabes auténticos policías y administradores de la neocolonia. Frente a esta situación, las revoluciones árabes constituyen una segunda independencia, una ruptura con la relación de dependencia reproducida mediante las tiranías que gobernaban por cuenta ajena sus países.

Ciertamente, los dictadores no se dejan derrocar fácilmente. Mubarak y el propio Ben Alí se llevaron por delante a unos centenares de personas, víctimas de la brutalidad de una policía que funciona en sus propios países como una fuerza de ocupación. Sólo el cambio de posición del ejército, con toda la ambiguedad que supone, impidió una guerra civil y un baño de sangre en Túnez y Egipto. En Libia no ha ocurrido lo mismo, en primer lugar porque Gadafi decidió desde el primer día de la insurrección utilizar directamente medios militares para reprimir a la población. Hace falta mucha obcecación para negarlo: los propios sectores de izquierda que apoyan hoy a Gadafi deberían haber hecho más caso del coronel -que alguno ha llegado a comparar con el Che Guevara- cuando este afirmó que iba a extinguir en sangre la revuelta o que estaba haciendo lo mismo que Israel. Al menos en eso, Gadafi está perfectamente de acuerdo con los insurrectos que corroboran con numerosas pruebas materiales el uso -anunciado por Gadafi- de armas pesadas contra la población civil. De este modo, Gadafi obligó a la insurrección a pasar a las armas para defenderse de la brutalidad de sus ataques. Un sector del ejército se sumó a la revuelta, otro se negó a bombardear a la población y algunos pilotos llegaron a desertar y a refugiarse en Malta, otro se manchó definitivamente las manos de sangre y ahora sólo puede apoyar a Gadafi hasta el fin. De este modo, el coronel libio pudo presentarse como un ejemplo para otros regímenes tiránicos amenazados por sus poblaciones, que, como vemos hoy en Bahrein o en el Yemen, parecen decirse que, si Gadafi puede...

Respecto de las revoluciones árabes, Gadafi desempeña un papel particular. Por un lado su conducta es una ilustración peligrosa de que la mano dura puede ser rentable, y ya se está convirtiendo en un ejemplo para los más duros. Por otro, depués de haber lamentado pública y reiteradamente la caída de Ben Alí, el coronel sigue insistiendo en que puede seguir siendo muy útil a los occidentales, pues se presenta como una pieza clave en la lucha contra Al Qaida, con quien mentirosamente identifica a los insurrectos y también como un valiosísimo colaborador de Europa en su lucha contra la inmigración ilegal. Su amistad personal con Berlusconi y su complicidad con los dirigentes del capitalismo europeo se basa más que en el interés occidental por el petróleo libio -aunque esto también juega un importante papel- en estas dos claves geoestratégicas. Hace falta mucha ceguera en la izquierda para seguir pensando que este personaje puede ser un dirigente antiimperialista. Frente a él, europeos y norteamericanos han jugado al cinismo más descarado: en un primer momento, le han permitido aplastar a buena parte de la insurrección democrática, para después dar a esta un apoyo aéreo limitado y abrir una perspectiva de derrocamiento del régimen mediante una ayuda exterior. De este modo, habrán seguido los gobernantes de nuestros capitalismos democráticos un viejo modelo que ya describió Maquiavelo en el capítulo VII del Príncipe al narrar la historia de Remirro de Orco: el príncipe que reprime a una población debe hacerlo a través de un tercero del que, por supuesto debe deshacerse a la primera ocasión. Asesinar al verdugo, una vez ha hecho su tarea, es lo que las potencias de la OTAN están intentando hacer. Cuando puedan exhibir el cadáver de Gadafi, como hicieron con el de su ex-aliado Saddam Hussein, podrá repetirse con el florentino que "la ferocità del quale spettacolo fece quelli populi in uno tempo rimanere satisfatti e stupidi" (la ferocidad de dicho espectùaculo hizo que estos pueblos quedaran a la vez satisfechos y estupefactos).

La intervención humanitaria es, como siempre una farsa. De lo que se trata es de liquidar la revolución libia, primero por medio de Gadafi y ahora contra Gadafi y de establecer una cuña entre Túnez y Egipto, países cuyos procesos revolucionarios pueden resultar incontrolables para el Imperio. Esto es lo que planea la siempre siniestra coalición; pero los efectos de los actos no siempre están en manos de sus agentes: el ataque contra Gadafi permite sobrevivir a una insurrección libia que, en otra circunstancia estaba condenada a ser aplastada militarmente por el verdugo del Imperio. Se abre así una pequeña posibilidad de que los libios derroquen a Gadafi e impidan una ocupación militar de su país. Es insensato ensalzar a Gadafi porque lo estén atacando los principales países de la OTAN: si lo hacen no es porque sea un antiimperialista, sino porque su papel se ha agotado y ahora toca matar públicamente al verdugo.

El debate sobre si se está a favor o en contra de la intervención contra Gadafi parte de una idea equivocada y monstruosamente ingenua: la creencia en que los habitantes de las gobernanzas capitalistas occidentales, también autodenominadas "democracias", tenemos algo que decir sobre la política de nuestros países. Hace falta tener la ingenuidad y los prejuicios occidentalistas del dirigente de Al Qaida Al Zawahiri para pensar que  los pueblos de Europa o Estados Unidos somos responsables de lo que hacen juestros gobiernos...porque los elegimos. Ese era el cínico argumento que utilizaba el dirigente de Al Qaida para justificar los atentados  contra la población civil de Europa y de los Estados Unidos. Obviamente, nadie que no sea un miembro directo de la nomenklatura capitalista-militar que dirige nuestros países, ha podido tener la más mínima influencia sobre esta decisión, avalada por unos parlamentos y gobiernos diseñados para excluir a la población de cualquier decisión real. No hay que pronunciarse, pues, a favor ni en contra de algo sobre lo que nunca pudimos decir nada. La gobernanza capitalista debe considerarse a este efecto como una fuerza de la naturaleza, un tsunami, un terremoto.. Una vez se introduce el nuevo dato de la intervención militar en Libia en la coyuntura de las revoluciones árabes, deben evaluarse las posibilidades de actuación que esta nueva circunstancia abre o cierra. Lo político es esto. Preguntarse quiénes son los buenos y quiénes los malos y definir a los buenos por los malos y viceversa es una posición imaginaria e infantil que sólo genera impotencia. No se trata de elegir entre la OTAN y Gadafi, ni siquiera adoptar una posición neutra de "ni...ni", sino de apoyar en las circunstncias reales una revolución. Algunas presuntas elecciones, como bien explicaba Guy Debord son sólo montajes espectaculares de falsos conflictos. Ante la revolución libia, como ante cualquier otra, no se trata de elegir, sino de decidir.

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