jueves, 6 de mayo de 2010

Grecia: Sadismo del capital



"Coloca a un joven en una máquina que tira de él dislocándolo, hacia arriba o hacia abajo; sus huesos se rompen en pedacitos, lo retiran y lo vuelven a poner así durante varios días consecutivos hasta que muera" (DAF de Sade, Las 120 jornadas de Sodoma, jornada 119)

Las imágenes de Atenas que vimos ayer eran imágenes de guerra civil. No es exagerado afirmarlo: incluso los enfrentamientos se cobraron víctimas (eran, por supuesto civiles, por supuesto también, trabajadores). Columnas de humo de los incendios y de las bombas lacrimógenas de la policía, jóvenes enmascarados hartos de no tener ningún futuro, ancianos indignados por la brutal rebaja de sus ya exiguas pensiones, una población que apenas contiene su ira frente al latrocinio abierto de su propio gobierno y de los mercados financieros. La vieja clase obrera fordista y el nuevo proletariado precario se encontraban ayer en la calle protestando contra el plan de austeridad terrorista impuesto por el Fondo Monetario Internacional y las instituciones europeas para evitar la bancarrota de Grecia. Contra las medidas ultraliberales impuestas a un gobierno elegido con un programa socialdemócrata. El chantaje es evidente: o se aceptan las medidas o el país entra en bancarrota y recesión con consecuencias gravísimas e imprevisibles. La democracia deja así de existir y el país se encuentra sometido a un protctorado económico.

Otros países esperan el ataque de los "mercados financieros". La plena dimensión de estos ataques sólo se comprende cuando se recuerda que los propios agentes del mercado financiero que crean "desconfianza" rebajando la calificación de la deuda son los que después especulan sobre la posible bancarrota que ellos mismos provocan. El mercado se ha convertido en el castillo de las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade: la escenificación de la omnipotencia de unos cuantos perversos sobre los cuerpos de las víctimas llevados al límite mismo de la muerte, de una muerte infinitamente prolongada. Imagen de impotencia que los "medios de comunicación" transmiten y difunden por doquier. No se puede hacer nada, nos dicen, frente al dictamen de los mercados, como si la actuación de los mercados respondiera a leyes naturales y no a las correlaciones de fuerza políticas de una sociedad de clases. Algunos responsables financieros tienen la sádica coherencia de decírnoslo:“Hay lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la de los ricos, la que está haciendo la guerra, y estamos ganando” (Warren Buffet, citado por The New York Times, 26 de noviembre de 2006). El coste de esa victoria es enorme: una regresión social sin límites, la apropiación de los servicios públicos por el sector privado, una explotación de la fuerza de trabajo sin límites en el tiempo (jubilaciones cada vez más tardías) ni en la intensidad (sueldos cada vez más bajos y precarios frente a un incremento cada vez mayor de la productividad del trabajo social).

Las propias circunstancias de la muerte de los tres trabajadores bancarios cuyas vidas se cobró ayer la batalla de Atenas son ilustración del desmeurado despotismo patronal que sólo puede ilustrar la imagen del castillo de Sade. La prensa (que se afirma libre) nos dice que fueron víctimas del humo de un incendio provocado por un cóctel molotof en la oficina bancaria de Egnatia-Marfin donde trabajaban. Lo que nos ocultan es que su chulesco patrón -como afirma el comunicado del sindicato griego de la banca OTOE- había cerrado las puertas, que el local no disponía de medios antiincendio y que la salida de emergencia estaba cerrada con cerrojo. Quienes se salvaron tuvieron que subir a los pisos superiores y saltar por las ventanas o bien huir por las azoteas. Esto no excusa la criminal estupidez de echar un cóctel molotof en un sitio donde hay gente, pero la responsabilidad de lo acontecido pesa también como mínimo sobre el patrón que los encerró en la agencia.

La guerra del capitalismo contra las poblaciones es una guerra no declarada, pero no por ello menos despiadada. Se trata de imponer por todos los medios, pero sobre todo por los financieros, la extracción de renta, la sustracción de riqueza en favor de quienes controlan el capital, la privatización de lo común. La era del capitalismo productivo llegó a su término. En este momento la producción corre a cargo de la inteligencia y de la cooperación colectiva. El capital tiene que procurar ponerla a su servicio, como ya hiciera con los esclavos de las plantaciones o los trabajadores de las fábricas. Para ello necesita otros medios adaptados a la nueva configuración del trabajador: un sistema de extracción de riqueza social ágil y discreto, un sistema que pueda robar directamente la riqueza socialmente producida y, al mismo tiempo, disimular el robo. Este sistema de extracción de riqueza y expropiación de los comunes son los mercados financieros. Hoy ya es tarde para defender el capital productivo: ambos términos son hoy contradictorios. Lo único que nos queda es, como en Grecia, defendernos del capital en general, pues esa es la única manera de liberar espacio para los comunes, para el comunismo. Sólo así podrán tener algún sentido la democracia y la libertad.

A quienes todavía sueñan con "refundar el capitalismo" hay que recordarles que el capitalismo se fundó mediante una expropiación masiva de los trabajadores y que esa fundación vuelve a realizarse en cada crisis de la misma manera, con idéntica violencia. Vale la pena recordar, a propósito de la crisis griega y europea en general, el texto de Marx (Capital, I, XXIV) sobre la función de la deuda pública como instrumento de acumulación originaria:

"El sistema del crédito público, esto es, de la deuda del estado, cuyos orígenes los descubrimos en Génova y Venecia ya en la Edad Media, tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda. La deuda pública o, en otros términos, la enajenación del estado sea éste despótico, constitucional o republicano deja su impronta en la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que realmente entra en la posesión colectiva de los pueblos modernos es... su deuda pública (243bis). De ahí que sea cabalmente coherente la doctrina moderna según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se endeuda. El crédito público se convierte en el credo del capital. Y al surgir el endeudamiento del estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay perdón alguno {298}, deja su lugar a la falta de confianza en la deuda pública.

"La deuda pública se convierte en una de las palancas más efectivas de la acumulación originaria. Como con un toque de varita mágica, infunde virtud generadora al dinero improductivo y lo transforma en capital, sin que para ello el mismo tenga que exponerse necesariamente a las molestias y riesgos inseparables de la inversión industrial e incluso de la usuraria. En realida, los acreedores del estado no dan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de deuda, fácilmente transferibles, que en sus manos continúan funcionando como si fueran la misma suma de dinero en efectivo. Pero aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos así creada y de la riqueza improvisada de los financistas que desempeñan el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación como también de la súbita fortuna de arrendadores de contribuciones, comerciantes y fabricantes privados para los cuales una buena tajada de todo empréstito estatal les sirve como un capital llovido del cielo , la deuda pública ha dado impulso a las sociedades por acciones, al comercio de toda suerte de papeles negociables, al agio, en una palabra, al juego de la bolsa y a la moderna bancocracia.

"Desde su origen, los grandes bancos, engalanados con rótulos nacionales, no eran otra cosa que sociedades de especuladores privados que se establecían a la vera de los gobiernos y estaban en condiciones, gracias a los privilegios obtenidos, de prestarles dinero. Por eso la acumulación de la deuda pública no tiene indicador más infalible que el alza sucesiva de las acciones de estos bancos, cuyo desenvolvimiento pleno data de la fundación del Banco de Inglaterra (1694). El Banco de Inglaterra comenzó por prestar su dinero al gobierno a un 8 % de interés, al propio tiempo, el parlamento lo autorizó a acuñar dinero con el mismo capital, volviendo a prestarlo al público bajo la forma de billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, hacer préstamos sobre mercancías y adquirir metales preciosos. No pasó mucho tiempo antes que este dinero de crédito, fabricado por el propio banco, se convirtiera en la moneda con que el Banco de Inglaterra efectuaba empréstitos al estado y pagaba, por cuenta de éste, los intereses de la deuda pública. No bastaba que diera con una mano para recibir más con la otra; el banco, mientras recibía, seguía siendo acreedor perpetuo de la nación hasta el último penique entregado. Paulatiamente fue convirtiéndose en el receptáculo insustituible de los tesoros metálicos del país y en el centro de gravitación de todo el crédito comercial. Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco. En las obras de esa época, por ejemplo en las de Bolingbroke, puede apreciarse claramente el efecto que produjo en los contemporáneos la aparición súbita de esa laya de bancócratas, financistas, rentistas, corredores, stock-jobbers [bolsistas] y tiburones de la bolsa.

William Cobbett observa que en Inglaterra a todas las instituciones públicas se las denomina "reales", pero que, a modo de compensación, existe la deuda "nacional" (national debt)."

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